En "Mac y su contratiempo", Vila-Matas, por
delegación, sin que se sepa quién urde la sentencia, sostiene que
"escribir es tratar de saber qué escribiríamos si escribiéramos".
Natacha G. Mendoza, en su "Teoremas del silencio" escribe para que
nadie se arrogue la autoría de lo escrito, como por ensalmo, casi como si lo
contado en los nueve relatos que lo componen proviniese de la misma voz de
quienes protagonizan todas esas tramas minuciosas. Es el silencio (a ella le
encantaría que así fuese) el que las urde: un silencio duro, dulce, irreal,
sobrecogedor.
De la literatura se tiene la impresión a veces errónea de
que debe rellenar algún tipo de hueco que hayamos permitido que horade la piel
y por el que la realidad, franca la vía de acceso, nos zahiera o, más
contundentemente, devaste. Uno ha encontrado libros que han ejercido con
solvencia esa labor de argamasa. Este libro es más de abrir huecos nuevos: su
propósito es lesivo, si se me permite. No porque la autora se haya arrogado
algún cometido punitivo o porque le entusiasme narrar lo roto, lo que no parece
que tenga visos de ensamblarse de nuevo, lo que a simple vista ya da idea de lo
difícil que será ponerlo de nuevo en pie y echarle a andar. Se me ocurre que
ella tan solo constata. Que su recado es el periodístico, diríamos, pero no
hace una crónica fría, despiadada o meramente testimonial, sino que mira con
absoluto rigor y da con lo que pocos darían si se dispusiesen a mirar con el
mismo arrojo. Qué sensibilidad debe haber para que todo lo gris y lo enfermo
contenga una brizna de esperanza, un hueco limpio en esta ocasión: uno por
donde la realidad se las compone para sanear las partes afectadas o para
adecentar las estancias humilladas por la intemperie, que es un elemento
narrativo de primer orden y que Natacha G. Mendoza maneja con asombroso tiento.
Porque es difícil no caer en el tremendismo, en esa querencia a lo escabroso, a
lo que se lee con malsana curiosidad, por querer saber qué será de todos esos
seres huidizos y descorazonados, que andan perdidos de cuento en cuento y hasta
parece que van de uno a otro, aunque los nombres varíen y la trama, en
apariencia, sea otra.
Debe consignarse aquí la sutil inconsistencia de todos estos
relatos: se afianzan en su desvalimiento, avanzan más cuanto más se consolida
la idea de que están quietos. Hablan de un cielo gris absoluto (Lo ineludible)
cuando el cielo al que se refiere el narrador (que es una primera persona
fiable o una tercera falsa a la que se le ven las costuras de la intimidad y
sabemos quién es) es cualquier cosa menos gris y, por supuesto, absoluto. Las
grandes palabras no se precisan en lo narrado: basta la locuacidad de las más
sencillas. Esa habilidad hace que las historias prosperen con pasmosa
naturalidad: nos las creemos, las hacemos nuestras, son nuestras. Todos hemos
estado solos, todos lo estaremos. La soledad que conviene al silencio es
nuestra soledad y el silencio nos pertenece por esa misma invisible normativa.
La consistencia del corazón es voluble: hay días en que se expande y alcanza
una musicalidad asombrosa, como si la sangre brincara y festejara su caudal y
su brío y hay días en que ni sangre parece que fluya, será otra cosa, pero no
sangre. La mayoría de los cuentos de "Teoremas del silencio" están
exangües, no se diría que vivan, sino que languidecen, se apresuran a
desmoronarse, se gustan en ese desvanecimiento que precede a la nada o al
silencio ya tantas veces nombrado. Pero hay un propósito de limpia esperanza,
creo que ya lo he dicho o lo he sugerido. Se advierte cuando el relato acaba en
la mayoría de los casos. La desolación acude cuando alguno de esos relatos es
fiel a su compostura dramática, a toda esa intemperie modulada en las frases
cortas o en las largas, en la transcripción de los hechos, en la acumulación de
desgracias, en la nomenclatura del desorden y de sus heridas. Esa fidelidad es
admirable. Me pregunto si la autora saldría dolida de toda ese volcado de
sentimientos durísimos. Si se quedaría pobre y haría a los demás ricos, como
sentenciaba Rilke. Si para seguir escribiendo hay que tomar una decisión que
nos blinde y evite que la propia serenidad se afiebre, que el tumulto de nuestras
alegrías enloquezca y no sepa a qué atenerse y se desentienda de la
realidad.
Natacha G. Mendoza hace una tenaz labor de contención al contar. Hay pulcritud, sentido, solidez. Elude extraviarse en la menudencia de lo irrelevante. Lo que importa es la revelación del respirar de las cosas, su consistencia antigua. Como si auscultara un pecho y anotase la percusión de la sangre. Como si tan solo importara la sangre, que no es predecible y se contagia de alegría sin que demos con las causas y se desdice sin que tampoco podamos dar con lo que la hace fluir o avanzar a ciegas, casi a trompicones, con sus torpes pies de hondo barro, con su terca vocación de desagüe.
Hay una voz femenina, que no siempre surge; una humanista, que se ve a poco que se hurga. Las voces que se entrevén en la lectura corresponden a variados narradores. Alguno de ellos se involucra más de la cuenta (Las hijas de Julia) y entrega una historia que no debe destriparse (no acepto el spoiler como reclamo moderno) y que crece con morosidad hasta que, cuando finaliza, adquiere una conmovedora trascendencia. El que escribe debe saber desde dónde escribe. El lector, aunque a veces trastabille, incluso cayendo y volviéndose a levantar, agradece que el escritor le respete. Este es un libro inteligente que busca lectores que aprecien la inteligencia, aunque sea a la sensibilidad a la que apele su mandato más orgánico, aquel que más cuaja cuando el volumen se cierra y los relatos dan sus aleteos por el cielo de la cabeza, buscando quién sabe si algún alfeizar en donde hacer descansar el vuelo o comprometiéndose con las lejanías y el olvido. Aquí tengo todavía las historias en el cielo de la mía. Me piden que regrese, desean que el dolor (lo hay, no es una advertencia, dónde no se encuentra, me pregunto) dure algo más: por ver si es útil par algo, por comprobar si algo propio bulle en él y hemos sentido algo de todo cuanto la autora ha considerado registrar en ellas.
Tienen todos esos argumentos el defecto de la verosimilitud.
Digo defecto porque a veces uno querría que lo fantástico planee y los conduzca
a un lugar mejor, pero no hay tal. En los cuentos realistas es cosa frecuente
percibir una especie de voluntad por parte de quien escribe de seguir una pauta
razonable, sin hacer que comparezca ningún mágico as en ninguna mágica manga.
Aquí el realismo es contenido, descrito con una pulcritud admirable. Como uno
es lector y acomete de cuando en cuando la escritura, se ha visto envalentonado
en algunos de ellos (Nada, Planetas, El pez) a alargarlos, a meter mano y
contribuir a que no suceda lo que sucede, a registrar la mirada de otro que
mire, a contar lo que otro pudiera, pero no ha hecho falta que se dispongan
esas voluntades: el armazón del relato, su cuerpo tangible, está cerrado, no sé
si esa consideración puede defenderla enteramente. Cerrado porque es una mirada
la que ha elegido los ángulos y los matices, la contribución de lo real a la
producción de la imaginación. La propia tiene bastante con leer, con ser
invitado al festín de las palabras.
¿Qué nos cuentan estos silencios? De la cotidianidad,
mayormente; de cosas que uno podría haber visto o sentido cerca: ver es paso
previo para sentir. Natacha ha debido disfrutar mucho escribiendo. Debió
decidir desde dónde escribir para que la visión de lo narrado no doliese y la
escritura (bendita ella) pudiera fluir sin destrozo. Todo es en estos cuentos
muy extremo. Esa crudeza participa de una intención lírica, no siempre la
tragedia acaece, aunque se la ve cerca, se percibe su interés en inmiscuirse
más de lo que la autora ha permitido. Porque hay una línea roja que no se
traspasa: la de la humanidad. A pesar de la dureza, los personajes que ocupan
las tramas son de una humanidad ejemplar, no sé bien si hay alguna ejemplar de
verdad y todos tendemos a acercarnos a ella. Todos comparten el silencio con el
que se invita a leer en el mismo título. Creo que se puede leer un libro en
silencio. La conversación que uno entabla consigo mismo se va aplazando. El
diálogo con el libro sucede después: yo lo estoy manteniendo ahora, quien lo
haya leído estará también de plática.
A mí me sigue dando vueltas en la cabeza la historia de Celeste y Sergio, tumbados en la cama, “mirando la vieja lámpara que colgaba” del techo. Es tan devastadora que lo extraño sería que se desvaneciese. Esa esa la virtud de muchos de estos cuentos (unos más fieramente que otros), su don irrevocable: tienen vocación de perdurar. Ahí se entremezclan todos los intervinientes en este festejo de las emociones, por duras que sean; ahí se escribe la dignidad humana. De ella sabe mucho Julia, que deja que alguien la escriba, se persone en su memoria, haga casa en ella y vaya escarbando, aplicando con crueldad la eficacia de las herramientas, insistiendo en las partes dañadas hasta que la luz irrumpe y el vacío (también el silencio tiene su vacío) cobra sentido y permite que todo pueda comenzar de nuevo. Con ellos, con Sergio, con Celeste, con Julia, estarán Marta y Jorge, que necesitan morir para poder amarse. Solo por “Planetas” valdría la pena leer este libro, del que no debe decirse nada más. Solo animar a que se lea. Qué libro no pide eso, quién escribe para sí mismo. Yo he leído para sentirme concernido. Era de mí, de lo que soy y de lo que no soy, de lo que tratan estos cuentos. Uno puede ser cualquiera de esos personajes: entrar en ellos, quedarse un rato, saber por qué hacen lo que hacen o por qué no hacen lo que querríamos que hicieran, salir después, mirarlos desde la intimidad sobrevenida que ha resultado ser tan reconfortante. Porque este libro sana, haya lo que haya enfermo o roto por ahí dentro. Tal vez la literatura, la buena, también tenga esa encomienda. Contará lo que deja de contar, dirá lo que no ha sido pronunciado, pensado, transcrito. Lean, por favor, hagan que el silencio diga. Escribir es hacer que parezca que escribamos, vuelvo a Vila-Matas, es decir, a Marguerite Duras, que fue la pensadora primera de la paradoja. Nada nos pertenece. Todo es un delicioso palimpsesto, un acto de atrevimiento, una indagación en el cuerpo del vacío.
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