Mirado sin apreciativo interés, cosa enteramente normal, el sujeto de la fotografía sería uno cualquiera con el que pudiéramos compartir un ascensor o la cola de la charcutería en el súper, alguien sin rasgos extraordinarios o, si hiláramos con mayor determinación, alguien que podría pasar desapercibido y no recabar atención alguna. Hasta pudiera convenirse que habría cien como él. Habrá cien como yo, pocos serán, o uno tan solo, cabal, exacto, una especie de dopplegänger benéfico, espero. Estas consideraciones de estricto índole estético carecen del apresto sublime de las morales. El sujeto es firme adalid de la causa que se exhibe en su camiseta y en su mano izquierda. Es buena la fe con la que invita a que la novela de su amigo se lea. Porque el motivo es ese, no le den más vueltas a la cabeza. Toda su doméstica planta de señor felizmente instalado en el salón de su casa obedece a un propósito admirable: el de hacer que todo lector inquieto vaya a su librería favorita y pida un ejemplar de Mala fe. Yo no sé qué decir ante esta manifestación de sencilla y antigua amistad. Hará pronto cuarenta años que andamos los dos ocupando las terrazas de los bares, cavilando sobre lo divino y lo humano, fraguando viajes a Vejer o al Moldava. Lo que cuenta aquí no es la promo de la novela, que nunca viene mal, sino la hermandad de quien sostiene el libro y de quien lo escribió. Da igual que no se le mire con apreciativo interés al topárnoslo por la calle o que le dé un aire (sí, se lo da) al Peter Gabriel de los discos étnicos o, según tercie el ánimo o la inclinación de la luz, a Bruce Willis en el Nakatomi Plaza cuando más jóvenes los dos. Tampoco que la camiseta sea única: no hay otra, hizo una, querría tener un incunable, un hecho singular entre los hechos singulares. Importa que siempre esté ahí y que siempre acepte leer un texto en las presentaciones que yo haga de los libros que el bendito azar vaya disponiendo, a mayor gloria de mi fortuna literaria y de su incuestionable dedicación a que prospere. Ya ha leído unos pocos. No ha de practicarse la tripodología, joya de ciencia que elevó al paroxismo conceptual el ocioso Umberto Eco, cuyo proósito es buscarle tres pies al gato. No hay en esto un anhelo hondo, un decir severo. Este volunto de buena mañana es por la camiseta, por la buena fe, por nuestras mujeres bonitas que los dos tenemos (nos entienden mejor que nosotros mismos), por las piscinas que nos bebimos y por los bares que nos quedan por conocer. Y no, no crean que es únicamente etílico este homenaje a mi buen amigo. Qué va a ser eso. No es eso, ni mucho menos.
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