Conviene saber de dónde viene uno, cuál fue el comienzo, en qué lugar iniciamos el trasiego de las cosas. Damos a los padres la autoría de nuestra incorporación a la vida, no se podría objetar esa afirmación categórica, pero hay una ascendencia sentimental que no los reclama enteramente, una especie de paternidad alternativa, de la que a veces no se tiene conciencia precisa y no fluye en la herencia obediente de la sangre: lo hace en la memoria. Doy hoy ( más veces debería) la más alta consideración que uno pueda tener hacia quienes nos encaminaron o dieron cuenta de que ahora seamos lo que somos, lo que quiera que sea eso. Debe asignarse a nuestros padres, con sus errores justificables las más de las veces, y con su impagable oficio de curtidores o de generosos pastores del rebaño de los hijos, tan díscolo y desatento a veces, la construcción de lo que somos, pero también los maestros que tuvimos. Dieron algo que después cundió y de lo que se extrajo una enseñanza. No la de saber listas de reyes (godos o borbones) o manejar con soltura la trigonometría o las reglas ortográficas, que también, cómo no, sino otra cosa mucho más hermosa y reconfortante: la de la constancia y la supremacía del esfuerzo y de la recompensa que tutela el trabajo cuando se inculca con amor y trasciende ese amor. No hay pago que salde esa deuda infinita. No es algo que yo reclame siendo maestro. Tan sólo la idea (muy primaria y muy firme también) de que algo que uno haya hecho importe, siga importando años después. Ellos intervinieron en mi fabricación, dieron lo que supieron dar para que yo saliese a la calle y me labrase un porvenir, se dice así. Una vida entera más tarde, los veo como si todavía pudiese encontrármelos mañana, si regresara al colegio en el que comencé mi andadura vital. Creo escuchar sus voces, sé hasta el modo en que caminan o se ríen o entran en cólera. No sabría decir si fueron los mejores maestros del mundo, lo mismo que yo no sería el mejor de los alumnos. Tampoco si la nostalgia de aquellos tiempos los ha engrandecido, convertido en algo que no fueron. Es muy artera la memoria. Hace y deshace sin que uno pueda intervenir en los recuerdos. Cuando no podemos gobernarlos, invocamos a la ficción, que no es mentirse y creer lo que nos conviene creer, sino dejar que el corazón hable y sea él el que cuente las cosas. El mío dice que ellos lo adiestraron, lo instruyeron en las dificultades, hicieron que se emocionara ante la belleza o que supiera, casi más que ninguna otra cosa, la devoción a la amistad y al cabal desempeño de la honestidad. Creo que he sido un hombre honesto, creo que he sido un buen amigo. Muchos de ellos ya no están, pero tampoco eso es cierto, tantos cosas no lo son. Están viviendo en quienes tuvimos la inmensa suerte de ponernos en sus manos. Qué sencilla y costosa expresión esa, la de que uno se ponga en manos de otros, qué esperanzadora, qué confiada a la nobleza y al entusiasmo de quienes nos cogieron de la mano (todavía querríamos que ser cogidos de ella) y nos echaron a andar. Muchos amigos de entonces hemos vuelto a vernos. Lo hemos hecho cuarenta años después de dejar el colegio. No habría sido posible sin los de la fotografía. Cada uno habrá puesto algo para que esa decisión fuese tomada y esos amigos, niños entonces, yendo a los sesenta ahora, nos consideremos, en lo más íntimo, en lo que de verdad nos hace sensibles, ojalá que buenas personas, una familia.
31.5.25
Los maestros
Conviene saber de dónde viene uno, cuál fue el comienzo, en qué lugar iniciamos el trasiego de las cosas. Damos a los padres la autoría de nuestra incorporación a la vida, no se podría objetar esa afirmación categórica, pero hay una ascendencia sentimental que no los reclama enteramente, una especie de paternidad alternativa, de la que a veces no se tiene conciencia precisa y no fluye en la herencia obediente de la sangre: lo hace en la memoria. Doy hoy ( más veces debería) la más alta consideración que uno pueda tener hacia quienes nos encaminaron o dieron cuenta de que ahora seamos lo que somos, lo que quiera que sea eso. Debe asignarse a nuestros padres, con sus errores justificables las más de las veces, y con su impagable oficio de curtidores o de generosos pastores del rebaño de los hijos, tan díscolo y desatento a veces, la construcción de lo que somos, pero también los maestros que tuvimos. Dieron algo que después cundió y de lo que se extrajo una enseñanza. No la de saber listas de reyes (godos o borbones) o manejar con soltura la trigonometría o las reglas ortográficas, que también, cómo no, sino otra cosa mucho más hermosa y reconfortante: la de la constancia y la supremacía del esfuerzo y de la recompensa que tutela el trabajo cuando se inculca con amor y trasciende ese amor. No hay pago que salde esa deuda infinita. No es algo que yo reclame siendo maestro. Tan sólo la idea (muy primaria y muy firme también) de que algo que uno haya hecho importe, siga importando años después. Ellos intervinieron en mi fabricación, dieron lo que supieron dar para que yo saliese a la calle y me labrase un porvenir, se dice así. Una vida entera más tarde, los veo como si todavía pudiese encontrármelos mañana, si regresara al colegio en el que comencé mi andadura vital. Creo escuchar sus voces, sé hasta el modo en que caminan o se ríen o entran en cólera. No sabría decir si fueron los mejores maestros del mundo, lo mismo que yo no sería el mejor de los alumnos. Tampoco si la nostalgia de aquellos tiempos los ha engrandecido, convertido en algo que no fueron. Es muy artera la memoria. Hace y deshace sin que uno pueda intervenir en los recuerdos. Cuando no podemos gobernarlos, invocamos a la ficción, que no es mentirse y creer lo que nos conviene creer, sino dejar que el corazón hable y sea él el que cuente las cosas. El mío dice que ellos lo adiestraron, lo instruyeron en las dificultades, hicieron que se emocionara ante la belleza o que supiera, casi más que ninguna otra cosa, la devoción a la amistad y al cabal desempeño de la honestidad. Creo que he sido un hombre honesto, creo que he sido un buen amigo. Muchos de ellos ya no están, pero tampoco eso es cierto, tantos cosas no lo son. Están viviendo en quienes tuvimos la inmensa suerte de ponernos en sus manos. Qué sencilla y costosa expresión esa, la de que uno se ponga en manos de otros, qué esperanzadora, qué confiada a la nobleza y al entusiasmo de quienes nos cogieron de la mano (todavía querríamos que ser cogidos de ella) y nos echaron a andar. Muchos amigos de entonces hemos vuelto a vernos. Lo hemos hecho cuarenta años después de dejar el colegio. No habría sido posible sin los de la fotografía. Cada uno habrá puesto algo para que esa decisión fuese tomada y esos amigos, niños entonces, yendo a los sesenta ahora, nos consideremos, en lo más íntimo, en lo que de verdad nos hace sensibles, ojalá que buenas personas, una familia.
29.5.25
Epifanías
De poder elegir oficio, aunque no haya malhablado del propio jamás, y se me asegurara que la soldada por su desempeño sería, cuanto menos, digna, elegiría el de intermediador de epifanías. Llevo mucho tiempo convencido de que sé manejarme en los efluvios del espíritu, en la didáctica de la belleza o en la percepción de lo sublime, de modo que comprendo si a un momento de flaqueza moral le conviene la audición de un aria de Verdi o la lectura de unos versos de Machado. También si un paisaje haría las veces de bálsamo y se curaría cualquiera que fuese la herida que el día habría causado en la intemperie de nuestro espíritu. También uno requiere la asistencia de quien posee epifanías que nos sortearon. Porque ahí dentro, en lo que no se ve, estamos solos. Es una soledad singular, intransferible, nadie puede entrar, ni siquiera nosotros, por más que perseveremos en dar con el modo, podemos las más de las veces. Es un lugar tenebroso y hostil, festivo y dulce, según las circunstancias, pero hay lenitivos que palian el desangrado, ese cese en el fluir de la armonía. Porque la palabra más importante que tiene nuestro bendito diccionario es armonía. De tenerla, si hemos sabido hacerla nuestra, la vida transcurre con absoluta placidez. Todo es maravilloso. Los pájaros en el azul del cielo vuelan con encomiable apresto, la luz es esdrújula y fértil, el aire es de una bondad que intimida. El que intermedia para que la epifanía (el azul bendito, la luz proverbial, el aire puro) irrumpa y persevere inclina su talento a agenciar prodigios para que el desavisado o el refractario a milagros los adquiera y haga suyos. De ahí que a veces uno anhele hacer ver al ignorante que hay Mahler y hay Borges o que el amor, si se cuida, hace que el tiempo adelgace su tráfago cruento y solo importa el aquí y el ahora y le sugiera caer de bruces en los clásicos para que sepa lo que de ese amor inmortal escribieron hace tres mil años o doscientos. El intermediador de epifanías es de no alardear más de la cuenta, salvo que la exhibición de sus proezas concite el asombro de alguien y se sustancie con mayor fervor el propósito de su pedagogía. En cierto modo, los maestros somos esos inductores de lo prodigioso. No damos lo que sabemos para que el alumno sepa más, sino para que viva mejor. En ese hilo de las cosas, me siento reconfortado por enseñar qué es una metáfora, por mostrarles la bendita luz de nuestro idioma, instruirles en la comisión del asombro y de la curiosidad o hacerles ver que en este mundo cuenta la educación más que ninguna otra consideración abstracta. Algunos asienten, se ven impelidos a ejercer su encomienda de aprendiz con naturalidad y, a veces, consciente alborozo, como una especie de eufórica epifanía. Todas, a su antojadiza manera, lo son. Y yo seré también todavía un abnegado aprendiz al crecer con ellos. No he dejado nunca de hacerlo.
28.5.25
La cifra / Borges 1
Acostumbran los dietarios a convidarse de intimidades. No las previstas a veces, las que exhiben con tumulto el interior de quien los escribe, sino otra manifestación más pudorosa, una especie de constatación de la realidad a la que se somete a un tamiz personal, tanteando lo que puede ser dicho y lo que no. Se puede escribir de cualquier cosa y darle el apresto propio. La inspiración acude cuando una palabra trae a la otra y acuden más y se van abrazando o apartando, considerando cuáles van forzadas, si chirrían o copulan con todo el pudor del mundo o sin ninguno en absoluto y el texto se impone a la realidad y hace casa en la memoria de alguien. En ocasiones, he pensando seriamente en que la escritura se escriba sola, perdonadme la conveniente redundancia. Incluso entra en lo razonable dispensar al yo, tan fácil ese recurso, tan a mano siempre, el de contar de uno mismo como si algo propio impregnara el aire o fuese de verdad importante lo que se nos ocurre o como si fuese un tercero del que uno cuenta. Tal vez así no dé reparo la exposición, el decir sin brida, el darse tan a conciencia, sin cohibirse ni censurarse. Apartar al yo pues, a eso aspiran algunos diarios que uno va leyendo, y explayarse en lo que le circunda, en su periferia privada. Hay en ellos cierta querencia a la digresión o a ese divagar entre lo filosófico y lo pedestre donde cabe un aforismo metafísico sobre la eternidad o una reflexión mundana sobre la influencia del olor del café en la creación poética. A ratos concurre el tono sombrío; en otros se aprecia la ocurrencia hilarante. Discurre lo escrito a medias entre el ensayo y la confidencia. O entre lo poético y lo real. Dietarios que expresan una voluntad de excedencia de la vida y, al tiempo, paradoja y milagro, se nutren extraordinariamente de ella y la sustancian con tino, con apreciable afán de pulcro transcriptor. Escrituras rotas, al cabo, pienso yo ahora. Tiene escribir el recado de enhebrar o deshilachar. Por registrar los hechos. Por darles una vida más allá del momento fugaz en que transcurrieron. Así hoy no habría que sacrificar la imagen del sol al retirarse con morosa elegancia a su confín de oro y la noche se ocupara de entenebrecer el cielo de mi pueblo, visto en la azotea de mi casa. Cosas que se perderán como lágrimas en la lluvia (lo dijo un replicante) cuando deje de escribir. Hace unas horas le hice una fotografía a ese prodigioso instante. La idea era colocarla en la cabecera de este texto, pero no haré tal cosa. Está el sol. Estuvo la luna, que acudirá de nuevo en unas horas, marcial y pagana. Es un gesto antiguo, pero de pronto sospechas que es nuevo. Algo en la manera en que ha sucedido en esta ocasión te hace tener esa alocada certeza. Como si acabara de empezar todo y fuese su primera retirada. También la noche tuvo arrojos novicios y tuve que quedármela, guardarla ahora para que no se me olvide. Por si fuese la última. El diario de un poeta es invisible, ágrafo.
27.5.25
Andar, escribir, ser, estar
A la alumna que tengo en Atención Educativa le sorprendió que en la biblioteca donde hablamos sobre la dignidad, la felicidad o el sacrificio durante una sesión de hora y media a la semana hubiera novelas. Las novelas son para viejos, dijo. Tú has escrito una, añadió. Me lo han dicho en el patio. Luego preguntó cómo la había hecho. Son muchas páginas, profe. Pasa con las novelas como con los paseos, respondí. Al caminar hacemos que un pie se mueva, luego le sigue el otro y, sin que te des cuenta, avanzas. Las novelas son cosas de los pies, resuelve con una sonrisa. Antes de acabar la clase, intrigada, tal vez todavía insatisfecha, vuelve sobre lo hablado. Que si leer novelas es de viejos. Que si ella anda mucho y no se le ocurre escribir una novela. Primero tengo que leerme una, por ver si me gusta, confiesa. No me decido a recomendarle ninguna. Temo que la elección equivocada malogre una vida de grandes paseos. La conversación se va adelgazando. No muestra el interés primero. Cuando deja la biblioteca, en la puerta, despidiéndose, me dice que sigue sin entender a los adultos, ha preferido no decir viejos. Es mejor pasear que escribir novelas. Me ha parecido que iba diciendo eso pasillo abajo.
Al cerrar la sala de la biblioteca, pensé en Robert Walser. A sus pies, en las caminatas, murmuraban los ríos. Sostenía que esos objetos pequeños que amenizaban el camino (unas piedras, unas hojas desobedientes al árbol que las tuteló, la nieve pura) le regalaban palabras. Las pulía “con celo y diligencia”. Yo estoy hoy conmovedoramente cansado, pero tuve mi paseo, aunque no viera piedras ni nieve y no hubiera río que murmurase. La misma vida tiene esa traza de paseo o de novela, quizá sean la misma azarosa cosa. Ayer pensé también en si determinarme a andar seriamente o acometer una nueva novela con idéntico empeño. No hubo resolución en esa diatriba. No fuerzo, no hago nada que no surja a su voladizo capricho. Convendría regresar a los paseos largos que dábamos. Quizá en ellos (con todos esos objetos pequeños y grandes, con la opulencia del paisaje o la presencia del camino) dé con alguna respuesta válida.
26.5.25
Teoremas del silencio / La intimidad sonora / Cuentos de Natacha G. Mendoza
En "Mac y su contratiempo", Vila-Matas, por
delegación, sin que se sepa quién urde la sentencia, sostiene que
"escribir es tratar de saber qué escribiríamos si escribiéramos".
Natacha G. Mendoza, en su "Teoremas del silencio" escribe para que
nadie se arrogue la autoría de lo escrito, como por ensalmo, casi como si lo
contado en los nueve relatos que lo componen proviniese de la misma voz de
quienes protagonizan todas esas tramas minuciosas. Es el silencio (a ella le
encantaría que así fuese) el que las urde: un silencio duro, dulce, irreal,
sobrecogedor.
De la literatura se tiene la impresión a veces errónea de
que debe rellenar algún tipo de hueco que hayamos permitido que horade la piel
y por el que la realidad, franca la vía de acceso, nos zahiera o, más
contundentemente, devaste. Uno ha encontrado libros que han ejercido con
solvencia esa labor de argamasa. Este libro es más de abrir huecos nuevos: su
propósito es lesivo, si se me permite. No porque la autora se haya arrogado
algún cometido punitivo o porque le entusiasme narrar lo roto, lo que no parece
que tenga visos de ensamblarse de nuevo, lo que a simple vista ya da idea de lo
difícil que será ponerlo de nuevo en pie y echarle a andar. Se me ocurre que
ella tan solo constata. Que su recado es el periodístico, diríamos, pero no
hace una crónica fría, despiadada o meramente testimonial, sino que mira con
absoluto rigor y da con lo que pocos darían si se dispusiesen a mirar con el
mismo arrojo. Qué sensibilidad debe haber para que todo lo gris y lo enfermo
contenga una brizna de esperanza, un hueco limpio en esta ocasión: uno por
donde la realidad se las compone para sanear las partes afectadas o para
adecentar las estancias humilladas por la intemperie, que es un elemento
narrativo de primer orden y que Natacha G. Mendoza maneja con asombroso tiento.
Porque es difícil no caer en el tremendismo, en esa querencia a lo escabroso, a
lo que se lee con malsana curiosidad, por querer saber qué será de todos esos
seres huidizos y descorazonados, que andan perdidos de cuento en cuento y hasta
parece que van de uno a otro, aunque los nombres varíen y la trama, en
apariencia, sea otra.
Debe consignarse aquí la sutil inconsistencia de todos estos
relatos: se afianzan en su desvalimiento, avanzan más cuanto más se consolida
la idea de que están quietos. Hablan de un cielo gris absoluto (Lo ineludible)
cuando el cielo al que se refiere el narrador (que es una primera persona
fiable o una tercera falsa a la que se le ven las costuras de la intimidad y
sabemos quién es) es cualquier cosa menos gris y, por supuesto, absoluto. Las
grandes palabras no se precisan en lo narrado: basta la locuacidad de las más
sencillas. Esa habilidad hace que las historias prosperen con pasmosa
naturalidad: nos las creemos, las hacemos nuestras, son nuestras. Todos hemos
estado solos, todos lo estaremos. La soledad que conviene al silencio es
nuestra soledad y el silencio nos pertenece por esa misma invisible normativa.
La consistencia del corazón es voluble: hay días en que se expande y alcanza
una musicalidad asombrosa, como si la sangre brincara y festejara su caudal y
su brío y hay días en que ni sangre parece que fluya, será otra cosa, pero no
sangre. La mayoría de los cuentos de "Teoremas del silencio" están
exangües, no se diría que vivan, sino que languidecen, se apresuran a
desmoronarse, se gustan en ese desvanecimiento que precede a la nada o al
silencio ya tantas veces nombrado. Pero hay un propósito de limpia esperanza,
creo que ya lo he dicho o lo he sugerido. Se advierte cuando el relato acaba en
la mayoría de los casos. La desolación acude cuando alguno de esos relatos es
fiel a su compostura dramática, a toda esa intemperie modulada en las frases
cortas o en las largas, en la transcripción de los hechos, en la acumulación de
desgracias, en la nomenclatura del desorden y de sus heridas. Esa fidelidad es
admirable. Me pregunto si la autora saldría dolida de toda ese volcado de
sentimientos durísimos. Si se quedaría pobre y haría a los demás ricos, como
sentenciaba Rilke. Si para seguir escribiendo hay que tomar una decisión que
nos blinde y evite que la propia serenidad se afiebre, que el tumulto de nuestras
alegrías enloquezca y no sepa a qué atenerse y se desentienda de la
realidad.
Natacha G. Mendoza hace una tenaz labor de contención al contar. Hay pulcritud, sentido, solidez. Elude extraviarse en la menudencia de lo irrelevante. Lo que importa es la revelación del respirar de las cosas, su consistencia antigua. Como si auscultara un pecho y anotase la percusión de la sangre. Como si tan solo importara la sangre, que no es predecible y se contagia de alegría sin que demos con las causas y se desdice sin que tampoco podamos dar con lo que la hace fluir o avanzar a ciegas, casi a trompicones, con sus torpes pies de hondo barro, con su terca vocación de desagüe.
Hay una voz femenina, que no siempre surge; una humanista, que se ve a poco que se hurga. Las voces que se entrevén en la lectura corresponden a variados narradores. Alguno de ellos se involucra más de la cuenta (Las hijas de Julia) y entrega una historia que no debe destriparse (no acepto el spoiler como reclamo moderno) y que crece con morosidad hasta que, cuando finaliza, adquiere una conmovedora trascendencia. El que escribe debe saber desde dónde escribe. El lector, aunque a veces trastabille, incluso cayendo y volviéndose a levantar, agradece que el escritor le respete. Este es un libro inteligente que busca lectores que aprecien la inteligencia, aunque sea a la sensibilidad a la que apele su mandato más orgánico, aquel que más cuaja cuando el volumen se cierra y los relatos dan sus aleteos por el cielo de la cabeza, buscando quién sabe si algún alfeizar en donde hacer descansar el vuelo o comprometiéndose con las lejanías y el olvido. Aquí tengo todavía las historias en el cielo de la mía. Me piden que regrese, desean que el dolor (lo hay, no es una advertencia, dónde no se encuentra, me pregunto) dure algo más: por ver si es útil par algo, por comprobar si algo propio bulle en él y hemos sentido algo de todo cuanto la autora ha considerado registrar en ellas.
Tienen todos esos argumentos el defecto de la verosimilitud.
Digo defecto porque a veces uno querría que lo fantástico planee y los conduzca
a un lugar mejor, pero no hay tal. En los cuentos realistas es cosa frecuente
percibir una especie de voluntad por parte de quien escribe de seguir una pauta
razonable, sin hacer que comparezca ningún mágico as en ninguna mágica manga.
Aquí el realismo es contenido, descrito con una pulcritud admirable. Como uno
es lector y acomete de cuando en cuando la escritura, se ha visto envalentonado
en algunos de ellos (Nada, Planetas, El pez) a alargarlos, a meter mano y
contribuir a que no suceda lo que sucede, a registrar la mirada de otro que
mire, a contar lo que otro pudiera, pero no ha hecho falta que se dispongan
esas voluntades: el armazón del relato, su cuerpo tangible, está cerrado, no sé
si esa consideración puede defenderla enteramente. Cerrado porque es una mirada
la que ha elegido los ángulos y los matices, la contribución de lo real a la
producción de la imaginación. La propia tiene bastante con leer, con ser
invitado al festín de las palabras.
¿Qué nos cuentan estos silencios? De la cotidianidad,
mayormente; de cosas que uno podría haber visto o sentido cerca: ver es paso
previo para sentir. Natacha ha debido disfrutar mucho escribiendo. Debió
decidir desde dónde escribir para que la visión de lo narrado no doliese y la
escritura (bendita ella) pudiera fluir sin destrozo. Todo es en estos cuentos
muy extremo. Esa crudeza participa de una intención lírica, no siempre la
tragedia acaece, aunque se la ve cerca, se percibe su interés en inmiscuirse
más de lo que la autora ha permitido. Porque hay una línea roja que no se
traspasa: la de la humanidad. A pesar de la dureza, los personajes que ocupan
las tramas son de una humanidad ejemplar, no sé bien si hay alguna ejemplar de
verdad y todos tendemos a acercarnos a ella. Todos comparten el silencio con el
que se invita a leer en el mismo título. Creo que se puede leer un libro en
silencio. La conversación que uno entabla consigo mismo se va aplazando. El
diálogo con el libro sucede después: yo lo estoy manteniendo ahora, quien lo
haya leído estará también de plática.
A mí me sigue dando vueltas en la cabeza la historia de Celeste y Sergio, tumbados en la cama, “mirando la vieja lámpara que colgaba” del techo. Es tan devastadora que lo extraño sería que se desvaneciese. Esa esa la virtud de muchos de estos cuentos (unos más fieramente que otros), su don irrevocable: tienen vocación de perdurar. Ahí se entremezclan todos los intervinientes en este festejo de las emociones, por duras que sean; ahí se escribe la dignidad humana. De ella sabe mucho Julia, que deja que alguien la escriba, se persone en su memoria, haga casa en ella y vaya escarbando, aplicando con crueldad la eficacia de las herramientas, insistiendo en las partes dañadas hasta que la luz irrumpe y el vacío (también el silencio tiene su vacío) cobra sentido y permite que todo pueda comenzar de nuevo. Con ellos, con Sergio, con Celeste, con Julia, estarán Marta y Jorge, que necesitan morir para poder amarse. Solo por “Planetas” valdría la pena leer este libro, del que no debe decirse nada más. Solo animar a que se lea. Qué libro no pide eso, quién escribe para sí mismo. Yo he leído para sentirme concernido. Era de mí, de lo que soy y de lo que no soy, de lo que tratan estos cuentos. Uno puede ser cualquiera de esos personajes: entrar en ellos, quedarse un rato, saber por qué hacen lo que hacen o por qué no hacen lo que querríamos que hicieran, salir después, mirarlos desde la intimidad sobrevenida que ha resultado ser tan reconfortante. Porque este libro sana, haya lo que haya enfermo o roto por ahí dentro. Tal vez la literatura, la buena, también tenga esa encomienda. Contará lo que deja de contar, dirá lo que no ha sido pronunciado, pensado, transcrito. Lean, por favor, hagan que el silencio diga. Escribir es hacer que parezca que escribamos, vuelvo a Vila-Matas, es decir, a Marguerite Duras, que fue la pensadora primera de la paradoja. Nada nos pertenece. Todo es un delicioso palimpsesto, un acto de atrevimiento, una indagación en el cuerpo del vacío.
25.5.25
El Aleph
Hay quien opina que se escribe de un solo tema y que ese argumento impregna a todos los demás, por ajenos a este que, en apariencia, parezcan. Es imposible zafarse de él: por más que se le aparte, pugna, avanza a su antojadizo afán y termina por tomar cuerpo y hacerse asunto reconocible. Yo, en lo que entiendo, después de cuarenta años de oficio (el que haya) callado y más o menos privado, escribo sobre Dios, que es una manera eficiente de escribir sobre cualquier cosa. Ejerzo una especie de panteísmo literario que, las más de las veces, me satisface mucho. He urdido y consolidado mi convicción en esa idea sin esfuerzo, incluso sin barajar alternativas, conjurado, feliz, inconsciente. Soy, en una medida estrictamente amateur, un teólogo, quién no lo es. Ya sentenció Borges eso de que cada alma humana aloja uno, aunque no se tenga noticia suya y podamos morir sin habernos percatado de su tenaz presencia.
Escribo sobre la influencia del blues del delta en el de Chicago (acabo de hacer un pequeño texto hace unos minutos que no ha prosperado en demasía) y la idea de Dios lo sobrevuela, como si la misma divinidad cincelase su forma y su estricto contenido y censurase o acatase mi criterio. Hay veces en que percibo esa influencia y veces en que no se apresta mi sensibilidad a reconocerla. Las más, gracias a Dios, no me doy ni cuenta y tiro al monte y saco la escopeta y me pongo a gastar cartuchos. Cosas de quien escribe a diario. La escritura es una especie de caza. No se sabe bien qué piezas traeremos en el zurrón, pero alguna hay a la vuelta.
Anoche escribí un cuento. Hacía que no me ponía en esos asuntos, los de los cuentos. Fue breve. Fue una buena media hora de escribir sin mirar atrás y, por desgracia, sin saber qué había delante. Un notario de provincias, soltero y ocioso, entrado en años, se deja engolosinar por una cabaretera. Igual era, podría haber sido, una chica de alterne (es cabal esa expresión todavía) o una de pocas luces, qué más dará. El notario, que no recibe en la narración un nombre, le da su corazón, le ofrece su casa y le abre la caja de caudales. No hay episodios lúbricos en el relato, hago una elegante elipsis, aunque puede intuirse que la muchacha se deja y que el señor mayor accede. Después de una rendición de las miserias habituales (él sabe que va a expoliarlo, pero no le importa, es la carne el material del comercio y ella se encariña de él y promete no volver a robar nunca, nunca, nunca y sincerarse con el pelele del notario para que la repudie o la abrace), el buen hombre sienta cabeza (es un decir) y se retracta, amonestando a la casquivana y prometiéndole a Dios que jamás volverá a dejar que la debilidad de la carne desgracie la compostura moral de su fe, la creencia en la salvación del alma . Al final, cuando las cosas vuelven a su ser (la cabaretera a su cabaré y el notario a su despacho), Dios se las ingenia (qué bien hace esas cosas, qué bagaje el suyo, qué tablas) para que se encuentren en un café y la charla avive las ascuas del romance y queden en verse de nuevo: hablamos, nos vemos otro día, tengo tu teléfono todavía, me ha encantado verte, te echo de menos, un beso. Aparece (cuando el cuento finaliza) una finta teológica, un descuido de lo terreno y un hermoso (creo yo que hermoso) abrazo de lo espiritual, del que resulta una cabaretera reconcomida, algo más tal vez, no doy con el participio exacto, que ha hecho sus oraciones y se ha puesto a bien con Dios. Tengo que hacer unas correcciones. Tengo que revisar esas inclinaciones teológicas.

Ser un teólogo (amateur) no garantiza la existencia de la fe. Ella comparece a su antojadizo capricho. No podemos perseverar en su búsqueda y asegurarnos de que nos penetre y cuaje. Es más, yo mismo (a beneficio creativo) me manejo mejor si ninguna fe me conduce. No sé si entro en la categoría de teólogo ateo o agnóstico: tal vez más de lo segundo, ya que Dios me afecta, me preocupa, me hace sentir una punzada de lirismo. No sé si lirismo será. Creo que me interesa la capacidad del personaje de entrar en colisión con todos los demás personajes posibles. Admiro su ubicuidad. La literatura es un ejercicio de ubicuidad, de plenitud. Claro, es que es Dios, me dice K. ¿Has escuchado bien? Estás en conversación con Dios. Mi teología es narrativa, mi interés es metafórico, le contesto. K., tan atento a lo mío, dice que cuide en no molestar a nadie. Hay quien se ofende con nada y quien tarda en sentirse ofendido o ni condesciende a la comisión de la ofensa, pero al final todos te reprenderán, te dirán que no es asunto tuyo, ya que no crees. Es asunto mío, sin que yo decida eso, zanjo, no hay otro asunto que me entusiasme más, casi ninguno de más entera propiedad. Se ve a Dios en todo o uno cree percibirlo en cada pequeña cosa que se le ofrece. Dios en el verso en el que Kavafis pide que el camino sea largo y que ayer escuché muy bien recitado en la radio, en una emisora que sintonicé un poco al azar, cuando trataba de conciliar el sueño otra vez, tarde, después de escuchar a unos tertulianos sentimentales hacer un panegírico sobre la marcha de Modric y una jaculatoria sobre sus servicios a la casa merengue. Dios también está en la declaración de la renta que estoy a punto de hacer. Dios en el solo de trompeta con el que Miles Davis hace que So what avance y conmocione al que lo escucha. Dios en el ruido que la lluvia hace en la ventana justo ahora mismo, aunque no llueva, creo que me entienden. Dios en la nieve, en el agua de un aljibe, en el pezón de una activista de Green Peace (en cualquiera de ellos, en ambos). Dios (ya acabo) en mi pecho, alojado aquí dentro, como una canción triste o como un ritmo contagioso o como un soplo o como un bramido o como una dulce ofrenda.
Es Dios el que escribe estas palabras. No soy yo quien lo hace. Toda la literatura es obra suya. El cine entero está dirigido por Dios. Lo percibo en El placer, la película que vi anoche. La dirigió en estado de gracia Max Ophüls. Todos los actores, cuando representan el papel que se les encomendó, son el mismo Dios, avenido a recitar lo que otros han escrito, pero esos otros que escriben son él también o son Él también. A Dios, de ese Dios del que hablo, se le pone la mayúscula. Luego están los dioses subalternos, los rudimentarios, los que no alcanzan a emular a la divinidad. Son los dioses accidentales, los que no cuajan, los reciclables o los meramente eventuales. La idea de que Dios haya creado el universo en ese cómputo mágico de días y luego se echara a dormir parece fantástica. Extraordinaria. Inverosímil. No hay argumento más emocionante, además. Viva el Big Bang. Entero. Ese chasquido inconmensurable, esa tos sobrenatural, esa ventosidad milagrosa es obra de Dios. Lo que pasa es que estamos acostumbrados a nombrar a Dios en serio y en vano, con manifiesta intención zahiriente o con absoluta veneración lingüística. Llevamos toda la vida escuchando la palabra Dios sin que haya en esa restitución fonética propósito alguno de saber qué se dice cuando se airea o la palabra Dios blandida como un martillo, como un veneno, como una fatalidad. No hay un deseable término medio. El término medio feliz de un Dios persistente y locuaz. Uno que de verdad se manifieste, cómo sería eso. Dios ha estado aquí, mira, ¿no te das cuenta? No parece que funcione. O advertir la ausencia de Dios por la evidencia de ciertos signos. O que esté o que no esté en absoluto. Pero también vale la incertidumbre. Sobre esa idea, sobre la incertidumbre, se ha montado todo. Lo de montar es reducir frívolamente una catedral a un castillo de naipes o a una casucha a la que la intemperie va retirando su dignidad sin que nadie repare en evitarlo.
A mi amigo Antonio se le ocurrió darme un tocho escandaloso de cartas que yo les iba enviando a él y a su novia (luego feliz mujer) Auxy. Ahora me doy cuenta de que toda esa prolijidad estaba guiada por la divinidad. No es posible que una sola persona transcribiera todo eso. Dios es el negro. Los caminos de la fe no me son ajenos, visto con calma el asunto. Yo soy de Dios como otros, pero no ejerzo, creo que no hay oficio en mi proceder, no escenifico esa querencia o ese afecto o esa devoción. Por eso no me altera en demasía la idea de que un día, un buen día, caiga en la cuenta de algo a lo que todavía no he accedido y descubra que mi intimidad es creyente o que (definitivamente) no es nada creyente y descrea con más encono del que ahora gasto, descrea casi patológicamente. Es mejor no entrar en los excesos, no caer en esos deslices del espíritu estresado. Se agotan las almas, se obturan, se gangrenan. Incluso prefiero que haya un Dios a que sean muchos y entre ellos se repartan la autoría y la planificación de la existencia. A uno se le acepta y se le habla con otro aire. Si son muchos, cómo saber si nuestra plegaria no acabará molestando a quienes no han sido escogidos para que la escuchen.
No creo que Dios deba entrar en ese negocio traicionero. El Dios que detrás de Dios la trama empieza (siempre vuelvo a Borges) tampoco es el Dios al que se le pueden pedir cuentas. Nada de pedir cuentas. Nadie es dueño de su existencia. Ni siquiera uno es propietario de lo que es. Es el azar el que gobierna, el que administra, el que al final hace que la trama dure un poco más o un poco menos. Porque no hay trama que dure para siempre. Eso es básicamente el final de todas las historias. Que nada perdura. Que no sabremos si hay derecha del padre. Si la Santísima Trinidad (ese padre, ese hijo, ese espíritu santo) no serán sino el autor, el lector y la trama del libro que se ande escribiendo. Ni siquiera lo sabemos a propósito de So what, la pieza del inmortal disco de Miles Davis (A kind of blue) que escogí para amenizar la soledad de mi escritura. Miles Davis es Dios. Dios toca la trompeta. No hay trompetista más experimentado. Todo está bajo control. Me duelen los dedos. Escribo todo lo rápido que puedo. Tengo algunas piezas a salvo en el zurrón. Dios está en el zurrón: es el zurrón. Yo seré distraídamente Dios mientras escribo este texto y lo habré sido antes, cuando no sabía de qué iba a escribir y algo hizo que las primeras palabras (hay quien opina que se escribe de un solo tema) dieran con las otras (y que ese argumento impregne a todos los demás) hasta el momento actual, en donde avanzo a ciegas, dejándome llevar, a sabiendas de la fragilidad absoluta de la escritura, de su inconsistencia, de su desvanecimiento espontáneo o de su robustez (hay veces en que se gusta a sí misma y progresa con desparpajo inconcebible) o de su intención evangélica o didáctica o meramente discursiva. Porque lo que importa es la tenencia de la divinidad. En eso hemos quedado: en la gracia de su ocupación total y en que no sea yo (qué voy a ser yo) el que a esta hora de la noche (es tarde, creo que va siendo conveniente que cierre y me encomiende al sueño) especula, tantea, dice y se desdice, se envalentona y se arredra.

Vuelvo a Borges. Debo decir: me apetece mucho volver a Borges. En “El Aleph”, ese cuento de terror misericordioso, el autor hace que Beatriz Viterbo, su amada fallecida, a cuya casa acude cada treinta de enero reverencialmente, y Carlos Argentino sean primos, al principio, por no caer de bruces en la solicitud de una blasfemia. Borges no aclara, no podría. Se sustancia en ese escamoteo de la verdadera naturaleza de la pasión una convocatoria más trascendente: la de la eternidad, la del infinito, la de todas las grandes palabras a las que el hombre no ha sabido dar una definición satisfactoria y a las que con más ardoroso afán se ha entregado desde que la luz se prendió en su perpleja cabeza. La escritura de “El Aleph” es la de la reclamación de una divinidad que dé sentido (cohesión, esperanza) a la realidad, cuyo fulgor es “intolerable”. Esa imposibilidad de recoger toda la luz en la convexa lujuria de los ojos hace que el propio Borges inaugure un género multidisciplinar y, al albur del ahora, todavía lánguidamente vigente y del que el relato es la expresión superior, la que no será jamás superada, la que dice cuanto debe ser dicho, la que vaticina cualquier cosa que alguien pueda vaticinar de cualquier manera. La hipótesis capital de la trama es ese peritaje del infinito (o de la eternidad o de la perfección) al que se invita a Borges en un sótano de la bonaerense calle Garay, y es allí, en esa residencia vulgar, donde encuentra la totalidad en una pequeña esfera “tornasolada” que contiene lo cierto, lo falso, lo probable y lo improbable, pudiendo dar el desavisado observador con las milicias de Roma en un bosque de la Britania, con cualquier circunstancia del infinito pasado, por lo que Borges ve una mujer en Inverness que no olvidará nunca, ve la nieve, ve un ejemplar de la versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, ve (soy yo ahora el agasajado por la visión) la tierra que no ha sido pisada todavía y las huellas imposibles de Dios en su secreta urdimbre de tiempo, ve la intimidad de una piedra (ahora vuelvo a usar sus palabras) y la oscura circulación de la sangre. El que escribe tiene ese Aleph a mano. Se le ha concedido manejarse en su fenomenología de la ficción, si se me permite: en la ocupación minuciosa del tiempo cuando cobramos conciencia de que tenemos la propiedad absoluta de la palabra y podemos ser ese Dios primordial y huidizo, y sabemos proceder con la enumeración morosa de todas las cosas que han sido o que son o que ilusoriamente serán. En esa travesía de lo tangible, cuenta lo inefable, creo que puedo sostener esa afirmación. La poesía es la brújula, debe ser la brújula. A Dios podríamos imaginarlo como un poeta secreto, una especie de arquitecto inefable también, pero la visión de la creación, por abrumadora, no puede ser retenida. No sabríamos contener el Aleph si pudiéramos acceder a su contemplación: nos cegaría, haría que se nos abrasaran los ojos, malograría cualquier posibilidad de razonar qué hemos visto, qué nos ha sido concedido. Y no podríamos tener la certidumbre de las legiones romanas ocupando Britania ni veríamos a Beatriz Viterbo en su quinta porteña fatigando unos poemas maximalistas mientras apura un mate. Y, sin embargo, todas esas primorosas cosas están en algún lugar, solicitan que alguien las revise y las cuente. Porque nada ha concluido. Porque todo fluye con indesmayable vocación de eternidad. Porque, ya termino, me acabo de dar de cuenta de que está en mi mano (aunque no sepa) hacer una historia universal de las metáforas, un inventario de todos los milagros que han logrado sobrevivir a la desgracia del olvido.
Conviene concluir. El estatuto de la escritura está gloriosamente zarandeado por las efusiones del espíritu, que es falible, frágil, absurdamente perturbable. De toda esa eclosión de impedimentos, el espíritu sale victorioso. No es así con la belleza, de la que no extrae victoria alguna y se advierte, cuando ha vuelto a la intemperie de la mediocridad, que no está indemne, que ha sufrido, que ha sentido. La belleza es una herida, aunque no se aprecie de primeras y sea más tarde, mucho más tarde a veces, cuando el dolor que causa aflora. Yo estoy herido, no me reconozco si no es en esa herida. Que yo escriba resulta de ese dolor, pero escribir sana, da luz, procura una visión estajanovista, completa y feliz, sobre todo feliz, de la misma existencia. Si algún día, no quiera el muy nombrado aquí Dios, se me retirara la voluntad de escribir o, peor fortuna sería, la escritura careciera de todo lo que me complace y no disfrutara en su desempeño, moriría. Por eso la conclusión de este texto, que es largo y no va a ningún sitio, me ha resultado deliciosa, me ha entregado una alegría de la que carecía antes de que escribiera las primeras palabras. No sé adónde he ido: sé, no obstante, dónde estoy.
22.5.25
Libros leídos, días vividos
No sé cuántos libros he leído, nunca tuve la pretensión de anotarlos, no sé qué propósito tendría ese contabilidad. De lo que sí guardo un registro fiable es de las películas que he visto, al menos desde 1992. Podría haber aplicado las mismas consideraciones sobre la inutilidad del cómputo cinematográfico. Por fortuna, me envalentoné, sospeché que esa rendición pulcra de títulos sería, muchos años después, ahora, sin ir más lejos, proporcionarme algún tipo de satisfacción sentimental. A día de hoy, sigo manuscribiendo ese listado. Constato que es un inventario metódico, pero ineficiente. Debería haber consignado esas películas desde la infancia, haber tenido esa ocurrencia sublime, la de registrar el mundo tutelado en los fotogramas. Como si fuese una especie de diario. Lo hago en cuadernos, anotando con pulcritud el título y el director, el día en que la vi. Empecé hace casi treinta años y de vez en cuando lamento no haber consignado ese censo desde la primera película de la que tuve conciencia, la primera que fue verdaderamente deslumbrante, por alguna causa que entonces yo convocara. De todos esos libros leídos (Piglia, Azorín, Lorca, Auster, Borges, Cortázar, Tizón, Dickens, Millás, Tocornal, Moyano Ortega, Nabokov, Marías, Umbral, Gil de Biedma, Woolf...) guardo recuerdo fiable de muchos, pero no creo que sean tantos. He nombrado esos, sin saber bien la razón que extrae unos y no otros, el porqué de la elección; si, por ejemplo, cito a Gil de Biedma y no a Goytisolo o a Borges (tan amado) y no a Benedetti (tan amado también). La mayoría de lo que leo solo ocupa el tiempo en que son leídos, no permanecen o, a su manera, lo hacen de una manera singularísima, ni siquiera reteniendo uno las tramas, sino las voces, el aura sobre la palabra, aunque no se desvanezcan nunca e irrumpan con desprendido arrojo sin que yo les invoque. Ahora sabría explicar cómo escribe Borges o incluso los hechos de Funés, el memorioso o La casa de Asterión, pero hay detalles que se escapan, con lo que uno no puede contar. Lo peor que le puede pasar a un lector es que no recuerde la trama de uno de los libros que ha leído. También puede ser lo mejor. Recordar y olvidar son, en este caso, piezas intercambiables, variaciones de un mismo juego. K. sostiene que hacemos bien en no registrar lo que no nos ha llenado. Tan sólo por volver a vivirlo con el entusiasmo de la primera vez, dice. Pasa lo mismo con la vida. Hay días que tienen un fulgor o tienen varios. Días que parecen muchos, aunque se concentren en el trayecto de uno solo. Tienes perfecta propiedad de lo que los llenó, sabrías ordenar los acontecimientos, podrías repetirlos con la certeza de que, si te esmeras, no diferirán lo más mínimo de los que pasaron y únicamente existen en tu memoria. La memoria es un casa grande, pero tiene inquilinos reaccionarios, la habitan criaturas extrañas, de las que se soliviantan a la primera y no se avienen a veces a una convivencia pacífica. En cuanto lo hacen, cuando razonan y prevalece el orden, la memoria es una casa grande y armónica, no un caos, me dice K. Este fin de semana leí a dentelladas, con absoluta fruición. Dediqué tardes enteras a leer, cosa que no hacía desde hace tiempo. La sensación, al acabar el día, fue la de haber aprovechado muchísimo el tiempo y, al tiempo, de haberlo perdido completamente. Desea uno ser varios, no uno sin extensión posible. Poder leer y ver cine y salir con los amigos y dormir sin freno y pasear las calles, pero todo juntamente, como si hubiese más de un yo disponible y pudiese manejarlos con soltura, sin que lo que haga uno afecte a lo que obra otro y, al final, todos compareciesen ante mí y me rindieran cuentas de lo que han hecho y yo lo registrara todo. Tengo que quedar con K. y charlar de todo esto. Hace que no intimamos los dos. Se le echa en falta. Habrá que quedar, tomar unas cervezas. Pagará él. Como siempre.
20.5.25
Buster Keaton, rey de Las Vegas, 1996
19.5.25
La caligrafía de la belleza
Yo soy mi escritura, escribió hace unos días la poeta de la extrañeza y de la sensibilidad, Efi Cubero. La inspiración es la caligrafía del azar, añado yo, que me esmero, lo juro, en la caligrafía, y me izo, avanzo, reculo, desisto, regreso. Llegará el día en el que escribamos turbados por el estro en cenadores venecianos, en terrazas a la caída de la tarde, puros, hermosos, oscuros, extraños, o junto a surtidores que vierten azahar o la esencia de pinsapo de la que me habló una vez Fernando Oliva, mi amigo gaditano, el urdidor de la portada de Mala, mi novela, mi caligrafía extensa (son casi cuatrocientas páginas). Luz la novela también. Luz y asombro juntamente. Porque la luz hace que veamos lo que tiende a estar oculto. La belleza tiene su heráldica secreta. Hace falta oficio para dar con su clave. No es asunto que se despache siempre a golpe de vista. El arte requiere un aprendizaje. Por eso me esmero en la caligrafía, en el traje, en la apariencia, en lo que me hace ser mejor y saber que avanzo, aun escorándome o izándome o desistiendo o regresando, da igual, el asunto es que haya trayecto y haya trama. Hoy mi amigo Raúl Ariza, qué felicidad tener tantos amigos, me ha dicho que puje, que avance, que dé de mí lo que sepa o lo que pueda para que la literatura adquiere peso y trace un vuelo. No han sido esas las palabras, pero esa era la idea. Trayecto y trama. Todo lo que nos perturba nos hace mejores, nos hace más grandes, nos hace más sensibles. Hoy lunes estoy de una sensibilidad herida. Serán los fármacos. Acarrea uno ya más de lo que querría. La edad cobra sus peajes. O los excesos.
Nadiuska en el multiverso 2.0
Ella lee las nubes cuando las demás ninfas cierran los ojos y el azul no predice un milagro. Ella es la distancia entre la herrumbre y los salmos, un rumor ocupado en desangelar el estro de los pájaros. Un día todos los caballos muertos serán emanaciones de todos los caballos muertos. Ni ángel que promulga edictos ni hormiga en el camino hacia el templo. La niebla es un mecanismo de defensa de los poetas sin metafísica. Las hijas bastardas harán comercio con sus poemas infantiles. Basta franquear el umbral con la histeria de los soldados ciegos. Basta el humo de las grandes fábricas. Nadiuska está negociando la salvación de su alma. Todo lo que puede ser dicho no expresa lo que el silencio contiene. Mañana llevaré a la imprenta el diario de la redención. Llevaré una brújula en el bolsillo, llevaré cromos de la delantera del Atleti de mil novecientos setenta y ocho. Iré puesto de té birmano, verán mi corazón intimar con el barro, sabrán de la compostura metódica de mi sangre. Ella será un niño que obedece; mis ojos, tres piedras en la garganta de mi madre. Comprenderé la última voluntad de los insectos. En mi pecho fallecerán con unánime estruendo todos los días de la prosperidad y de la bonanza. Cuando me huelan conocerán el cosmos, sabrán de las palabras del aire. Yo tengo la respuesta, les diré. Ahora estoy aquí, en la enfermedad de las palabras. Me explotan cien alejandrinos en el pecho, pero el miedo asoma su boscoso lenguaje de trampas y de leche agria por la ventana. Patrullas de agentes lingüísticos vigilan un desatino semántico que amenaza con acostarse con todas las nínfulas del barrio. Siempre tuvo éxito el pecado. Uno de esos tozudos agentes ha hocicado su ojo hebreo por la hoja en blanco y temo que la burda canción devenga tragedia, vasallaje del tiempo al instinto, la menor de las voluntades de un dios caprichoso que aturde la tarde con su coro evangélico de pequeñas hostias musicadas. Me duele el oído interno, tengo el yunque devastado. Me duele el peso del mundo, que ya no es amor. Es óxido, trama de metales con su vocación de réquiem. Siempre tuvo éxito lo clandestino. Ángeles de discreto aspecto victoriano fatigan las aceras a la caza de algún niño con anginas o de alguna princesa convocada para la ceremonia de la lluvia. Ahora mismo Chet Baker proclama la vigencia de las anfetaminas en el muestrario de vicios burgueses. No me preocupa el silencio. Recatado y puro, el dios de la cosecha o el dios del orden mordisquean sin estridencias un salmo con versos endecasílabos. Vírgenes coreanas encienden incómodos verbos copulativos a la altura de todas las circunstancias. Mi madre, que ha aparecido de improviso, viste un kimono rosa en donde puede leerse un verso de Mallarmé en vasco, un verso de Keats en ruso. Los versos de Keats en el kimono rosa de mi madre, aparecida de improviso, imponen a la realidad una aureola de irrealidad o es justo al revés y yo estoy en la perplejidad del limbo, exploro el limbo como quien sale de casa y va al mercado y ve los puestos y se admira de la prolijidad de lo real. Los de Mallarmé. Todos los versos ungidos por el numen de la fe en la bilocación del espíritu. Mi padre duerme con una escolta de pájaros que lo izan muy alto y lo dejan luego en la cama para que no sepa que fue un sueño. Lo dijo el poeta. Yo sólo me dedico a poner al día los registros. Soy el que en la vana noche cuenta las sílabas. El inútil. El que no entiende ni la claridad ni la sombra. La poesía se abastece de estos desatinos. El poeta es un dios rudimentario y caprichoso. El poeta es un escriba de sí mismo. Un trémulo trino de trazos tristes. La poesía está adentro. El poema es un fulgor invisible, una luz apenas entrevista, un caos lúcido o un delirio. Uno escribe con pudor. No sabe bien qué decir, si convendrá o no. Si habrá pájaros. Si todo es un sueño. Si mi padre acabará echando a andar o a volar y ya no tendré que venir a verle dormir todas las tardes.
18.5.25
Elogio y refutación de los fantasmas
El mejor tiempo es el que no necesita ser contado. El mejor día es el que no delata su transcurso. El mejor sueño es el que no permite que se difunda. El mejor amor es del que no se alardea. Vivimos en la velocidad de las cosas, no en su esencia, no en su hondura. Un amigo me dijo que dedicaría el verano (entiendo que no todo, no puede ser todo) a ver pasar las cosas. No será fácil, ya me contará. Siempre está uno buscando razones a todo, hurgando, buscando palabras con las que explicar lo que sintió y lo bien o lo mal que lo pasó. Quiere, sobre todo, afianzar su opinión, convidar a los demás a que la rebatan o a que la refrenden. Se anhela no estar al margen, no pasar desapercibido, pero basta ocultarse, no exhibirse, ni ofrecerse, para que la realidad se apacigüe y cobren un nuevo peso las cosas que antes no apreciábamos. No creo que sea algo que se decida, no es una convicción de la que se parte para afrontar el día. Hay días en los que se prefiere no estar. Quizá sólo por el placer de volver. Deberíamos tener la facultad del fantasma, la de moverse sin ser percibido, la de observar a los otros sin que nadie se percate de nuestra presencia, no es nuevo para mí ese argumento. Existe esa efusión inmediata de apasionamiento, existe el entusiasmo del regreso; tal vez por ver qué ha ocurrido en nuestra ausencia. Si todo sucede como solía o algo extraordinariamente sutil ha sucedido. En el fondo cuesta ser invisibles, por mucho que apetezca. La vida de los fantasmas debe ser de una tristeza inconsolable. No tienen relojes, no tienen con quién compartir la zozobra de las horas, el trémulo goteo de los días, el insostenible vértigo de las noches, pero hay fantasmas a la luz del día: no se arrogan la invisibilidad, ni pasean su zozobra por galerías o por casas abandonadas.
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James Joyce hace que Stephen Dedalus se pregunte sobre qué es un fantasma y le hace decir en el Dublín mítico del Ulises que es «alguien que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres». La sustancia del fantasma no requiere el desvalimiento del cuerpo. Los hay que exhiben su entera compostura orgánica, no revelándose en ellos circunstancia que nos haga pensar en la opulencia de la literatura fantástica o en la subsidiaria rama de la de terror. Un fantasma es un ser descontento con la realidad, si buscamos una primera aproximación al hecho mismo de su condición fantasmagórica. Más que una emulsión, esto es, una sustancia en suspensión que no se ajusta a ninguna de las partes que la componen, el fantasma del que quiero hacer aquí unas reflexiones es, a la luz de la ciencia, indistinguible del otro, del figurado en las maquinaciones de la fantasía o del tenebrismo. En el griego vernáculo, en la fundacional φάντασμα, el fantasma es la criatura errante, que no está ni entre los vivos ni entre los muertos, y a la que se puede acceder a través de nigromancias, convocando el vínculo que no han retirado de su memoria y que los hace todavía singularmente humanos. Son las almas en pena, al decir común en la literatura romántica, de la que son residentes privilegiados.
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La bibliografía abunda en definiciones, pero ninguna del gusto de uno de ellos. El fantasma codicia que se le tenga miedo, confía en que esa autoridad tenebrosa debilite a los vivos, los deje a su merced, pueda perturbarlos con sutiles fanfarrias. Sin embargo, se nos cuenta con oscuro interés que únicamente un fantasma puede ver a otro. No sé si ese vagar sin consuelo es meramente alegórico, ofreciendo una imagen de lo que no posee imagen alguna. Suspendidos en el tiempo, entre lo tangible y lo etéreo, los fantasmas aplauden la máxima de los cuentos que se nos enseña en la escuela, la del inicio, nudo y desenlace. Ellos perviven en un nudo continuo, anhelando a su modo un finiquito que concilie el descanso y les aparte de las moradas de las tinieblas. Los fantasmas no están en este tiempo ni en ninguno al que el hombre haya dado carta consistente: planean abolir el tiempo mismo, urdir una realidad alternativa a la cancelada. No sabiendo con certeza que existan, salvo que se descrea de todo y hasta pongamos en duda que hay una vida después de esta vida, se les trata a veces con mofa, se les viste con esa monótona sábana blanca o acarreando severas cadenas en los pies. La fantasmagoría puede ejercerse en vida, en el trasegar de lo real. Hay fantasmas a los que saludamos por la mañana. Son familiares. Hasta pueden ignorar que ya no pertenecen al mundo de los vivos, aunque tosan, realicen sus humanas evacuaciones y paguen sus contribuciones municipales.
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Curiosamente, no se les da a los fantasmas predicamento en los textos ecuménicos: negar el purgatorio, los protestantes también los ignoran. Todo vendrá a ser una conveniencia didáctica que unos y otros urdirían para asentar en el imaginario popular la idea de un refectorio donde las almas se acopian de merecimientos para acceder a morar en las estancias supremas de la divinidad. En la Antigua Roma los navegantes, temerosos de que la muerte les sobreviniera en alta mar, llevaban un pendiente de oro como pago diferido a quien recogiera sus cuerpos tras un naufragio y así tener las honras fúnebres precisas. La moneda en la boca del muerto que canta la épica grecolatina tenía la misma función. Caronte, el barquero del Aqueronte, el río del dolor, en su etimología, el de los muertos y el de los espíritus, el que linda con el infierno y cruzan el propio Virgilio y Dante en la Divina Comedia, es el cobrador del frac de la mitología: si pagas, te dejo en paz. De no hacerlo, púdrete. La función de estos ritos es dar un lugar correcto a los muertos. Se teme a los que se invocan, por contrariar la paz a la que hayan llegado; más benévolos, así se infiere de la literatura, son los que devienen a iniciativa propia, curiosos y pacíficos.
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Quizá los fantasmas de la modernidad sean los que no saldaron alguna deuda que contrajeron y no pudieron sobornar a ningún diosecillo rudimentario e intermedio para que los manumitiera de la condena. Son las almas en pena, las ánimas errantes. Algunos de los mejores cuentos que he leído las contienen. No tienen que ser necesariamente románticos, perturbadores, precursores de la literatura gótica y la de terror. Pedro Páramo, la espléndida novela de Juan Rulfo, contiene el rumor de todos los muertos de Comala. No hay nadie en la historia del que tengamos la certeza de que no sea un fantasma. No son benévolos, ni buscan el reposo eterno o la cristiana sepultura que los redimiría: nada anhelan, salvo perseverar en su errabundia. Anoche volví a leer el Cuento de Navidad de Dickens, tan didáctico, tan entrañable. Sus fantasmas son familiares ya. Como al pobre Scrooge, me visitan y me dan un paseo por la vida. La literatura hace más soportable que no haya respuesta a la pregunta que formula Stephen. Al fantasma le incumben los sueños, que son la representación de toda su vigilia insoportable. A los vivos, tan ocupados en el oficio de no abandonar el hilo del tiempo, a veces nos da por verlos como una parodia de la muerte, tomada jocosamente, convertida en chanza o en cuento de adolescentes; otras, más grave el gesto, con mayor respeto su atención, los miramos (es un decir) con pavor ancestral, con infinito asombro.
17.5.25
El cuaderno de la perseverancia
"El placer es el bien primero. Es el comienzo de toda preferencia y de toda aversión. Es la ausencia del dolor en el cuerpo y la inquietud en el alma."
Epicuro de Samos
Pronto llevaré 20 años leyendo a diario esta cita clásica. Contiene una máxima de vida a la que he tratado de aplicarme con dispar fortuna. Ocupa desde entonces la cabecera del blog en donde transcribo (también con voluble desempeño) mi literatura. Lo abrí para escribir sobre cine. En 6876 días he consignado 4437 textos que han tenido 1.593.850 visitas. Creo que es el blog de la perseverancia. Ese cómputo de días, de escritos y de visitas me hace feliz, pero lo que más festejo es que mi voluntad haya decidido que siga en pie. Festejo esa consideración, al menos: la de bregar con la escritura, para bien o para mal. He sido tozudo, he resistido con entereza, he hecho de ese blog una extensión de mí mismo. No sabría explicarme sin escribir, tampoco lo haría sin mencionar El espejo de los sueños. Lo cuido como si fuese mi casa. Ese ha sido quizá el cometido más fiable: escribir casi a diario, no dejar que la página entre en barbecho, hacer que el placer sea "el bien primero, el comienzo de toda preferencia y de toda aversión, la ausencia del dolor en el cuerpo y la inquietud en el alma". Imagino al blog como una especie de cuaderno o de espejo de sueño. Ahí me siento verdaderamente escritor.
Se puede estar más solo que escribiendo, pero ninguna soledad, ni siquiera la no pedida, la que nos invade y sojuzga, rivaliza con la escritura en hondura, en apartarse enteramente del mundo y, al tiempo, en apropiarse de él. En ocasiones, al escribir, se percibe esa soledad, se aprecia cómo se cierne en torno, sin que podamos zafarnos de ella o sin que, por más que nos afanemos, podamos tampoco dejar de escribir. Dejar de escribir con la esperanza de que regrese la luz o de que la oscuridad no cunda, ni se enseñoree como suele. Nunca fue un padecimiento escribir, nunca sentí que me fracturara o que me ablandase o que me retirara alguna posible fortaleza que yo, sabiéndolo o no, pudiera tener y, sin embargo, a veces prefiere uno no tener que dejar consignado nada, no ocupar la limpieza de la hoja o el vacío del editor de este blog. No dura mucho ese arrebato ascético, un poco sobrevenido por el cansancio o por la evidencia de que no hay ningún lado al que conduzca escribir que no se pueda acceder de otro modo, no sé, paseando, tomando café con los amigos en las terrazas del otoño éste recién abierto, leyendo lo que otros a los que no conocemos han hecho para nosotros, ah lectores. No es una preocupación que persista, se diluye conforme el día va conviniendo sus peajes y tienes que salir a la calle y acudir al trabajo y regresar a casa en coche, cuidando de que nadie invada nuestro carril, pero de pronto hay una necesidad y se aplica uno en satisfacerla. No importa de qué se escriba, incluso de la escritura misma, tal es el caso. Lo que de verdad cuenta es penetrar en esa soledad solicitada y dejarse ir. No creo que haya otro método: no hay escritor que no se deje ir, por más que organice y cuadre su trabajo, por más que investigue, tabule o prevea cuál será el texto que finalmente saldrá. Lo que fascina es el acto impetuoso de la escritura, su vértigo, su fiebre, ese avanzar loco, sin brújula, en el que las palabras se prestan y uno las abraza o las censura o aplaza que concurran o se duele de que salgan esas y no otras, que son las que deseamos, pero no están a nuestro alcance. Tal es el caso también. Esta soledad mía es más íntima cuando abre el día. Ahí encuentro que está la cabeza en condiciones, si es que eso fuese cierto. Ahí me envalentono con el día y encaro lo que a su antojadizo capricho haya decidido arrojarme. En este sentido un poco nutritivo de las cosas, escribir es una ingesta de luz, una especie de avituallamiento de coraje para que no nos haga flaquear en demasía el tráfago de las cosas. Como quien sale a correr a primera hora de la mañana y vuelve a casa con el cuerpo encendido y la cabeza alerta.
La portada de Manhattan lleva todo este tiempo en la cabecera del blog. No sé por qué la cogí. Me parece que no podré sustituirla nunca por otra. Habrá que seguir escribiendo. Mi abuela Luisa lo decía mejor: "Mientras el nieto corre, el mundo gira". Y el placer, ah, el placer, el bien primero, el don más hondo. Uno de los que más aprecio es la de nuevos amigos que el blog me ha traído. Vinieron de Madrid, de Málaga, de Nueva York, de Barcelona. Uno escribe para que lo quieran. Esa podría ser otra máxima. Hoy es un día de máximas y de gratitudes.
15.5.25
Entonar las palabras
El árbol desobedece a quien lo mira. Va a su decir sin criba ni juez. Así el aire, el fuego. Están antes de que nosotros estuviéramos. Su residencia en la tierra es anterior a la palabra, que es una solicitud de comprensión hacia lo que no conocemos, pero la palabra es árbol, fuego y aire. Sabe de su facultad demiúrgica, alardea de su convocatoria de la realidad. Hasta que no se nombra, el árbol no es árbol; ni el fuego y el aire, fuego y aire. El lenguaje construye la realidad: la hace humana, la somete a la intendencia del hombre. También a su intemperie. Como la niebla que malogra la ocupación de la distancia. Como la raíz que tantea la lubricidad de la tierra. Como el sol cuando declina y hace que comparezca la lujuria ciega de las tinieblas. Las palabras son las manos precursoras del ciego que tantea las formas para encontrar su fondo. Siempre vuelve Borges, el primer gran poeta gramático, el que se preocupó de la construcción del pensamiento. Está por ahí adentro, aunque ignoremos su presencia o ni siquiera hayamos leído ni una sola línea suya. A él le gustaba que sus estudiantes no leyeran crítica, sino que fueran a la voz de los autores, que se prendaran de su voz, de lo que solo ellos entendían, no lo entendido por cualquiera que leyese. Las palabras dicen a su manera. No todos entendemos de la misma forma las palabras verano, lujuria o rendición. Yo mismo voy de una idea a otro cuando las pronuncio en voz alta y dejo que ocupen toda mi atención o toda mi evocación. Ahora mismo verano me está resultando sumamente agradable. Pienso en noches largas en un patio andaluz o en tardes en las que perderse en la bruma dulce de una siesta o en el chapoteo de los niños en el agua de una piscina mientras el sol, inclemente, alardea de luz y, como un dios lejanísimo, ni permite que lo miremos. Pienso en el verano cuando pronuncio la palabra que lo nombra. Si espacio las sílabas (ve-ra-no) casi creo tener la propiedad de la sombra, el frescor de las mañanas, el bochorno de la flama en las aceras.
13.5.25
La escritura fluye, yo fluyo / Una entrevista a propósito de "Mala fe" para Revista Entreletras
Emilio Calvo de Mora es cordobés, maestro, poeta, narrador y ahora novelista. Acaba de publicar “Mala fe” (Mahalta, 2025).
Es la suya una novela ambigua, a ratos nebulosa. ¿Qué cosas tenía claras usted cuando empezó a escribir?
No muchas, las precisas para saber que lo que tenía delante iba a ser una novela, aunque empezó como un cuento y el propio cuento pidió que se le sacrificara. Creo que partí de la idea de un personaje, Claudio Acevedo. Decidí que debía tomar la primera persona para narrar. Su ambigüedad es idéntica a la que cualquiera puede encontrar en su trajín diario, en la vida misma. Las novelas son artefactos donde cabe todo. Se parecen a la vida, de la que sabemos poco y de la que no tenemos demasiadas certezas. Hay una legitimidad en esa incertidumbre. Importa más la niebla de la que hablas que la luz. Todo vendría a ser un mecanismo engarzado para que esa verdad prospere a medias. Pero hay inicio y nudo y desenlace. Quise respetar ese patrón que yo mismo, no siempre, exijo a lo que leo. Tuve claro que era la memoria la que se pondría a largar, digámoslo así. A ella, a la memoria de Claudio Acevedo, le encomendé la compostura de la narración, su desempeño novelesco. Al final de la trama, alguien viene a decir que la verdad, aparte de ser una inexactitud, es una trampa. “Mala fe” quiere incomodar, hacer que la lectura sea un paseo por la cabecita de su protagonista, que no es ni mucho menos la más sana ni la más presentable. Podría decirse que lo que tenía más claro, si es que tuve esa pretensión de claridad, es que la novela entera fuese una especie de viaje por la perturbación, por todo lo que nos hace únicos, marcados, como si viniese ya esa marca cuando nacemos y la realidad se encargara de consolidar esa desviación. Es una novela sombría, que habla de sombras, aunque quizá la luz ande por ahí, pidiendo incorporarse. Decir que no tuve claras las cosas disuadiría al futuro lector. No me aferré a ningún final. Iría surgiendo. Me fascina escribir sin saber adonde voy. La escritura fluye, yo fluyo. El escritor, paradójicamente, es lector también y a veces acata y otras desobedece a ese lector improvisado que quien escribe lleva dentro. Cuando leo, leo como escritor. Al escribir me convierto en lector. Esa paradoja es necesaria.
En su texto insinúa que “Mala fe” es una novela, pero también podría ser otra cosa, si así lo quiere el lector. De ser “otra cosa”, ¿qué sería?
Es una novela, he tratado de que cumpla esa obediencia al canon del género, pero tal vez quise que fuese una declaración de amor a las novelas, un homenaje a la literatura misma. Es una novela con muchas novelas dentro. Una historia que se ramifica y vuelve sobre sí misma. Quienes la han leído y me han comentado qué les pareció sugieren que es una novela psicológica y también policiaca, psicológica, erótica, pero yo no soy de preferir etiquetas. Me agrada pensar que carece de género, conteniendo muchos. Siempre me he sentido poeta. La novela era una dificultad añadida, por esa circunstancia. Tenía que evitar que el lenguaje fuese poético, tenía que apartar al poeta y, sin embargo, hay o he querido que haya mucha poesía en la trama. Esa “otra cosa” que nombras podría ser la poesía. Ojalá esto que digo sea cierto, algún lector lo aprecie y sienta que es la novela de un poeta. Es el lector el que pone y quita las palabras. El que escribe se mantiene al margen. Quizá ni él sepa más de lo que escribió.
¿Por qué contar la historia de Claudio Acevedo, un personaje que no suscita empatía, que no busca compasión, ni perdón?
Claudio Acevedo Montenegro es un escritor de éxito, un hombre público, considerado y respetado y también venido a menos, un pobre hombre, sin más. En un momento de su vida decide contar las razones de esa infelicidad, escribir sobre lo que le hizo ser escritor o sobre su orfandad o sobre la belleza. Se siente solo. Recluido en una celda, acusado de un crimen, hace balance. No es el asesinato lo que le preocupa. Creo que aceptará lo que la justicia dictamine. Su anhelo es dar con las razones por las que se corrompió. Borges hace decir a uno de sus personajes que ha cometido el mayor de los pecados: no ser feliz. Creo que viene a ser así la cita, no recuerdo ahora las palabras exactas. Claudio Acevedo es un desgraciado que quiere redimirse, un ser perdido que no desea que lo encuentren, sino encontrarse a sí mismo, dar con las respuestas que justifiquen su desviación, la de mirar sin que se sepa que mira, la de escuchar sin que se sepa que escucha. Él sostiene todo el peso de la novela. Las novelas que se escriben en primera persona tienen una certeza: sabemos que el que las cuenta no muere. Eso puede ser un buen acicate para leer o un destripe innecesario, ya no me gusta la palabra spoiler. Y a tu pregunta, sobre el hecho de que no suscite empatía, diría que lo que me fascinó era contar la desgracia sin que la desgracia sea algo mío. Quería escribir sobre lo ajeno, sobre lo que no conozco, sobre otro que no fuese yo. Ese era un reto estupendo, que me excitaba mucho. El novelista se arroga ser cualquiera, puede ser el santo o el pecador. Los motivos de Claudio me entusiasmaban. Suponían un desafío a mi escritura, un desafío a mí mismo, algo nuevo, un ponerse en la piel de alguien muy distinto, de alguien que no tiene nada que ver conmigo.
Su personaje dice: “Si tengo que dar una razón por la que me hice escritor, está ahí. Escribo para ser otro. Para no ser yo.” ¿Y usted? ¿Buscó a alguien que estuviera en sus antípodas? ¿Cómo lo encontró?
No lo sé, creo que no sé muchas cosas, por lo que se ve. Vino, se precipitó, pudiera ser que fuese una precipitación. Se escribe para ser otro, se lee para ser otro. Cada vez que leemos una novela somos todos esos personajes que pueblan esa novela. Dejamos de ser quienes somos mientras el libro está abierto. Sucede igual con el cine. La ficción hace que la realidad sea manejable. Si todo fuese real incesantemente, sin interrupción, qué dolor más grande sería eso, la vida sería muy triste, muy desgraciada. La literatura detiene esa especie de flujo tangible de cosas que nos pasan. Salimos a la compra, hacemos la cama, limpiamos la casa, vamos al trabajo, tomamos vermú en una terraza… Leer hace que la realidad desaparezca, y está bien que desaparezca. Yo busqué a alguien que no era yo, que no podía ser yo de ninguna manera. Claudio se invitaría solo, supongo. Fue creciendo conforme yo iba hablando por él, haciendo que dijera cosas que yo nunca diría o que hiciera cosas que yo nunca haría. De ahí que optara por la primera persona, que hace más creíble todo.
“Mala fe” empieza con esta frase: “Hay noches en que sueño que regreso a Mimosa”. ¿La protagonista de la novela es esa finca?
Mimosa no es Manderley, aunque esa frase rinda un tributo a la novela de Daphne du Maurier y a la película de Alfred Hitchcock. No hay una ama de llaves terrible, no busquen a ninguna señora Danvers, pero Mimosa es un territorio mítico, un lugar desde donde comenzar, un punto de partida. En esa finca pasa Claudio Acevedo los días fundamentales de su existencia. A veces pienso que la única patria que tenemos es la infancia. No es mío, es de Rilke. Mimosa es el entusiasmo de la edad sin edad, del tiempo en el que el tiempo no cuenta y solo existen los juegos, que son una patria que se acaba perdiendo siempre.
En la vida de Claudio Acevedo la familia es el origen de todos los males. El protagonista no quiere tener hijos, de hecho, afirma: “Deberían prohibirse los hijos. Alguien debería ocuparse de eso”. Odia a su padre, pero desea ser como él. Es un caso freudiano. ¿Ha escrito usted la novela de un psicópata?
Se me ocurre decir que la cosa más extraordinaria que he hecho ha sido traer dos hijos al mundo, así que no puedo hablar mal de la paternidad en primera persona, pero el escritor puede decir lo que le venga en gana, hacer una trama que no tenga nada que ver consigo mismo. A la pregunta que me hace, creo que o hubo una premeditación, una determinación explícita. No tengo la claridad intelectual para abordar la novela de un psicópata, aunque algunos rasgos del protagonista puedan hacer pensar en eso. El nombre de su trastorno carece de importancia. Tendrá uno o tendrá diez. Todos tenemos algunos. No es un personaje que se odie, he querido poner cierto empeño en dejarle expresar su desviación, su anhelo de erotismo puro, sin intervención de las pulsiones sexuales que acompañan al deseo. A pesar de todo, es un personaje con un gran sentimiento de culpa, de remordimiento. Desea redimirse, se preocupa más por el pecado, que es una construcción cristiana, que por el delito, que es una construcción jurídica. Su aversión a la paternidad provendrá de una infancia fracasada. Sus padres no fueron un modelo a seguir, lo dejaron ir, no le cuidaron cuando él reclamaba cuidados, no lo amaron cuando él requería amor.
Ver a una adolescente desnuda no parece ser suficiente desencadenante de tanta perturbación.
Tiene razón, no lo parece. Esa parafilia tendría más peso en una edad adulta, pero hubo hechos que facilitaron esa inclinación. El adolescente deslumbrado vaticina el adulto desquiciado por ese deslumbramiento, creo yo. En todo caso, razonar no hará que se le entienda mejor. Ni habría necesidad de que deban buscarse razones, motivos para todo lo que hace. Es un depravado singular, un ser descarriado, un infeliz.
Su personaje dice: “a veces se escribe por venganza”. Usted, ¿por qué escribe?
No lo sé, y me agrada no tener una respuesta. Si las tuviera, me haría más pobre, menos libre. Sé que no sabría vivir sin escribir o sería una vida más triste. Todo a lo que me entrego se hace rico y a mí me deja pobre, escribió Rilke. Es la segunda vez que lo cito. Yo no me empobrezco. Lo que doy me llena. Escribo a diario en mi blog para sentirme ocupado en lo que de verdad me gusta, en escribir para lo que sea que escriba, pero escribiendo. La paradoja del escritor es esa. Escribo por costumbre. Como el que pasea o el que es de echar una siesta o leer antes de dormir. Los motivos son siempre buenos. No me duele esa soledad que se atribuye al escritor, que la hay, por supuesto, pero es una soledad anhelada, una que te hace explicarte el mundo o jugar a que te lo explicas. Siento una bendita obligación de hacerlo. No me entiendo sin enredarme con las palabras y censurar unas y aplaudir otras. Tampoco sin leer. Escribir podría ser un acto de amor a uno mismo. Escribir es también una forma de hablar sin que te interrumpan, y a mí me encanta hablar. Después de cuarenta años escribiendo casi a diario, creo haber llegado al punto de sentirme escritor. Soy perseverante. Escribo para que me quieran. Esa es la perseverancia mayor. Una vez me lo dijo alguien y me pareció bien. No sé si me lo dijeron o lo leí. Dará igual. Soy un escritor orgánico, me gusta esa expresión.
De pronto alguien dice: “Esta historia necesita alguien que muera”. ¿En “Mala fe” hacía falta un cadáver?
No hubo una premeditación en casi nada, ya lo he dicho. La trama surge a su antojadizo capricho. Se me fue dictando y yo disciplinadamente fui escribiendo. La aparición del cadáver surgió. Sin más. La muerte es un ingrediente de la vida, y las novelas son vidas que se sacan de su entorno y se consignan en un texto. Ni siquiera ese cadáver prospera en la historia de un modo policial. Hay pesquisas, se dan datos, pero no es lo más relevante que alguien haya muerto. Más que un nombre de un culpable, importan las razones por las que alguien decidió cometer el asesinato. “Mala fe” no es una novela policiaca, pero las adoro, y me he permitido dar un pequeño y seguro que ineficiente homenaje.
Claudio confiesa: “No sé acabar esta novela.” ¿Usted tuvo problemas para terminar la suya? El final vuelve a ser muy abierto.
No saber acabar una novela es fácil, y a veces es necesario. Hay argumentos cerrados que son maravillosos, pero yo prefiero el tipo de novela en el que el final invite a que la novela continúe. Hay una verdad que yo puedo conocer o a la que yo narrativamente me he inclinado y habrá otras a las que el lector se incline y les parezcan legítimas. Yo me limito a dejarme ir y ver qué va viniendo. Esa falta de perspectiva fiable hace que la escritura fluya más placenteramente para mí. Escribir no es un acto doloroso, pese a que contenga cualquier manifestación del espíritu humano. Escribir una novela es un ejercicio de sacrificio y de placer juntamente. Sacrificio porque exige, porque pide disciplina y perseverancia, y placer porque estás creando un mundo ajeno al mundo, aunque provenga de él y termine incorporándose a ese mundo. Que un final sea abierto hace que ni final parezca. Que cada lector incorpore el suyo, si le place. Que busque en lo narrado la parte que le incumbe y desea que participe de la novela misma. No sé si lo he conseguido, pero ese era el deseo.
Hablemos de la portada, una mano de bronce sostiene una manzana y llama a la puerta. ¿Es un símbolo del deseo?
Debo primeramente agradecer a mi amigo Fernando Oliva la espléndida portada de la novela. La imagen existía antes, no fue creada para ella, pero no hay mejor portada que esa. Dice lo que la novela dice. Explica lo que novela explica. La mano de bronce que sostiene la manzana, ese llamador hermoso con su fruto tan simbólico, es el ojo de Claudio Acevedo y también su alma. La idea del pecado recorre toda la trama. El protagonista se siente culpable y quiere redimirse. Desea que se le entienda, se afana por dar las explicaciones, aunque sean muy peregrinas algunas y de poco consenso entre la gente de pensar menos retorcido. El deseo podría ser el tema central de la novela. Un deseo fracasado, permanentemente fracasado, al que se le concede la autoridad más alta y al que el escritor Claudio Acevedo consagra su entera existencia.
¿Diría usted que “Mala fe” se podría considerar una novela erótica?
Lo es muy marginalmente. El erotismo aparece y es necesario que así ocurra. La vida lúbrica del protagonista es más intelectual que orgánica. No desea aliviar su carne, hacer que la sangre irrumpa y la carne se enerve. Su deseo es de una índole más sensorial. Ha logrado separar las exigencias del cuerpo de las exigencias de su espíritu. Tal vez “Mala fe” use la cosa erótica para tratar todos los demás temas que a mí me preocupaban. Que son la belleza, la literatura, la paternidad o la memoria.
Su novela lleva en su interior otra novela y otro autor. ¿Es su forma de reflexionar sobre la literatura?
Pedro del Espino, que presentó “Mala fe” en Lucena maravillosamente, dijo que la novela era un artefacto literario complejo. Pensó en una de esas muñecas rusas, matrioskas. Cada una de ellas lleva otra dentro y así hasta la más pequeña expresión. Lo que me interesaba al escribir la novela, no sé con qué fortuna lo habré conseguido, es no hacer una novela que se despachara con monótona facilidad. Hay un inicio, hay un nudo, hay un desenlace, pero aparecen saltos en el tiempo, regresos a lugares que ya conocemos. Doy la información que se precisa para entender el conjunto con intencionado retorcimiento. El mismo Claudio Acevedo es escritor y está escribiendo una novela, que es la que se lee, la que el lector tiene en sus manos, pero también hay una puerta abierta a la idea de que todo es un juego literario y ni siquiera la primera persona en la que el autor se manifiesta es fiable y todo es un ardid, un enredo metaliterario. ¿Quién escribe? No lo sabemos. Hay autores interpuestos. Yo mismo seré uno de ellos. Da igual con cuál se quede el lector. Todos harán algo para que la novela prospere, vaya adquiriendo peso de novela y se lea como una novela, no como un ensayo sobre la literatura, aunque algo de eso tiene también. Ese era mi apetencia, que hubiera géneros cruzados.
¿Está usted enamorado de las palabras?
Absolutamente. Todo escritor debería sentir ese amor. Recuerdo ahora con añoranza la gestación de la novela, cómo iba contándoseme, cómo eran las palabras las que hacían que se abriera en dos o en tres o siguiera un camino recto. Yo obedecía. Hay un matiz en esa obediencia: las palabras pueden ser censuradas. El gozo sublime era disponer de todas ellas. Hacer que comparecieran. Sentir que ellas iban engordando la historia. Todo eso que digo me hace pensar en el lugar de dónde vienen las historias. Quién sabría decir cuál lugar es. Claro que estoy enamorado de las palabras. Me hacen sentir que entiendo el mundo o que estoy en camino de entender el mundo o de entenderme a mí mismo, que ya eso sería suficiente. No hay día en que no acuda a ellas y las ponga a bailar en mi cabeza.
Más, mucho más podría haber dicho Emilio Calvo de Mora, un enamorado de las palabras, un obrero de la escritura, pero la entrevista también debe tener su desenlace y está aquí.
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