17.6.25

Vivir bien


 


Confieso mi debilidad por la buena vida. Al modo en que otros se declaran enfermizamente devotos de las novelas victorianas, adictos al bourbon de Kentucky o enganchados a machacarse el cuerpo en un gimnasio haciendo sentadillas búlgaras o serbiobosnias, yo procuro vivir bien y me esmero en que nada malogre esa querencia humilde que, bien llevada, hará que quienes me acompañan más de cerca vivan también mejor. Esta voluntad mía no es exclusiva, se ha fajado con toda la buena literatura que sobre ese asunto se ha ido entregando a beneficio de sibaritas y desavisados y está al tanto de la facilidad con la que puede ser echada abajo. Tan solo apela al sencillo ejercicio de disfrutar de una manera consciente de los placeres. Puedo perderme en los cuentos de Cortázar, pasar un rato en las redes sociales o pasear mi pueblo escuchando blues de Chicago de fondo, pero ninguna de esas ricas experiencias sensitivas, culturales o pedestres me precipitará a la ceguera que me impida disfrutar de otras. Nada en esta vida merece que le prestemos toda la atención.


La buena vida, muy retorcidamente expresado, consiste en no dejar pasar nada que nos enriquezca sin que nada de eso que nos ha enriquecido nos ocupe el tiempo que podríamos invertir en encontrar más fuentes de riqueza personal. Todo así anudado. Lo bueno pide perseverar en su bondad. El cuerpo agradece los primores con que se le agasajan. Estoy ahora, tan de mañana, escuchando música barroca y me está saliendo un texto de alambique puro. Me parece que voy a sacar al fértil Bach de la bandeja del CD y voy a poner un poco de ska vía primeros Madness. Baggy Trousers. Benny Bullfrog. Todos aquellos alegres estribillos de farra que ahora me parecen, a la luz de la experiencia, himnos. Cuando los pies se mueven sin que uno los autorice es que el mundo gira bien, pero no a gusto de todos, ni a beneficio de todos. La buena vida no es transferible, no hay manera de que podamos desprendernos un poco de lo que tenemos de ella y la rociemos en los demás. Ojalá cundiese esa pedagogía. Les digamos: mira, es así, tienes que hacer esto, tienes que no hacer esto otro... En ese plan. Todos logramos ese estado de ánimo (uno entre muchos) pero no hay recetas mágicas que puedan divulgarse para que los demás nos imiten. Ni siquiera las de ellos, tan eficaces a veces, sirven para que nosotros las copiemos. Hay, en todo caso, pequeñas instrucciones, muy débiles insinuaciones, por si acaso prosperan y hacen nido. 


La buena vida consiste en quererse uno mucho para poder desprender amor a todos los que nos rodean. Me quiero hedónicamente. Me cuido en no lastimarme. Trato de darme el mayor número de júbilos posibles. Me como la cabeza en encontrar festejos nuevos, pero no voy a comprar ningún libro de Bucay. Ninguno de Coelho. Me asiste la pereza cuando ser feliz depende de que siga instrucciones de otros que hablan precisamente de lo fácil que es ser feliz y de lo fácil que es llegar a esa armonía dulcísima. Es el runrún diario el que me espolea, la charla con los amigos, los abrazos que nos damos cuando nos vemos, todas esas cosas que otros (aquí sí) escribieron o compusieron o filmaron para que yo (esta noche, pongo por caso) me refugie en toda esa belleza, en esa inteligencia ofrecida a mi ignorancia. 


Oigo Bach a las seis cuarenta y tres de la mañana en unos cascos Kenwood que compré en Canarias hace veinte años y que todavía suenan cristalinamente en mi memoria. Tengo al gordo de Bach en la cabeza. Veo su peluca rubia y su cara gorda mientras me convenzo de que lo razonable sería ir amañando el día, que será tórrido. Creo que no sacaré a Bach de la cabeza en todo el día. A ver cómo se da. Hay veces en que no da uno con la clave. Ni temperada ni sin temperar.

16.6.25

Conejo/ Edición nuevamente corregida (y aumentada ad nauseam)


 


Escribo porque soy un conejo. Lo soy con su terca  complexión de criatura fértil y huidiza. A veces me da por imaginar que no soy Emilio Calvo de Mora Villar. Imagino que no tengo La isla del tesoro en una edición muy vieja. Ni mujer, ni hijos. Ni el recuerdo de mi abuela en una playa en Fuengirola en mil novecientos setenta y ocho. Ni alergia al polen del olivo. Ni siquiera tengo dixieland. A veces está bien olvidar qué somos y andar un día por el mundo sin nada que nos vincule a él. Cuando escribo soy un conejo. Tengo ancestros que me han escrito en la sangre el olor de las zanahorias. Tengo la luz primera de los tiempos. Tengo mi condición de animal pretérito y futuro. Me duele el presente. Por eso me escabullo. Corro. Brinco. Me detengo. Analizo. Copulo. Voy de campo en campo, olfateo, sobre todo olfateo, muevo la nariz como la movieron mis antepasados en los tiempos remotos de los conejos. Siendo conejo he desarrollado enormemente el sentido del olfato. Hay una metafísica en mi aparato olfativo. Donde otros aguzan la vista, donde se esmeran en sublimar el gusto, yo he puesto toda mi sangre en el crecimiento de mi olfato; está grande mi olfato, estoy satisfecho de cómo funciona, así que salgo al campo, olisqueo sin parar, muevo los bigotes, nunca flaqueo ni me arredro, no he podido hacerlo, por más que se me haya ocurrido contravenir la naturaleza de mi condición animal. Son cosas de conejos, imagino. Las mujeres de Wichita Falls o de las de Obejo tendrán también las suyas, no conozco una sola mujer nativa de Wichita Falls y sólo una de Obejo. Se llamaba Julia o ahora decido que se llame Julia y tengo idea de que almorzábamos juntos en un bar antes de volver al colegio. Cabe la posibilidad de que alguna vez me haya cruzado con ella, tantos años después, pero de qué hablaríamos, no sé si habría podido decirle nada, contarle la historia de mi vida, la real y la fabulada, la de conejo, la breve historia del insomnio, del vértigo, el sonido que hace mi bigote cuando se me cruza una zanahoria o el zumbido constante que enhebra el aire cuando escapo de los cazadores. No sé si debería hablar ahora de las zanahorias o más tarde. Mi cabeza es una zanahoria. Ejerzo sobre ella una atención máxima. Me da en ocasiones por pensar en devorarla, pero me descabezaría, iría loco por los campos, como un monstruo decapitado. Sobre la superficie herida de la zanahoria voy rindiendo diente a diente toda mi nerviosa boca. Oh, mi boca, luego volverá a ella. Es hermosa y es lista mi boca. Con la boca, todos esos dientecillos precursores, esa colección de utensilios de guerra. Sé que me espera el manjar: cuanto más me espera, más intenso es el placer y más me determino a dilatarlo. Si vuelvo a mi condición humana no recuerdo nada de mi vida como conejo, no sé nada de mi promiscuidad de conejo, vuelvo a la mesura, escribo distraídamente en un banco de un parque, observo una iglesia, muy a lo lejos. La gente entra con respeto, entran animosamente, creo que luego Dios los amonesta, secretamente los amonesta. Él sabe que amo el verdor de la tierra, la lujuria de la hierba cuando se yergue agradecida.  Aveces los pájaros acuden si los llamo, vienen en bandadas, se atropellan en el alféizar de la ventana, miran qué hago, observan los libros encima de la mesa, parece incluso que escuchan a Wagner invadiendo Polonia, pero en realidad no hay trama más allá de la impresión poética, no acuden si los llamo, están convidados por el azar, están sin que yo intermedie en ese prodigio. En otro modo de entenderlo todo, nosotros somos como pájaros, acudimos si nos llaman, vamos en tropel, nos atropellamos sin concierto, observamos qué hay detrás, si la cosecha o tan solo la semilla, si el final severo o el entusiasta acto de inicio. Solo importa la trama, nos importa construir la memoria, tenerla a mano, conferirle el rango de libro y abrirlo en cuanto se nos ocurra, consultar, ver qué podemos hacer para que no sintamos el peso del mundo, que no es amor, hace tiempo que no es amor, lo fue, estuvo ahí el amor, codiciando amantes, copulando sin brida al modo en que lo hace la lluvia cuando lame el aire, invisible, puro, gozoso y alto. Hoy lunes a las ocho y dos minutos de la mañana escribo porque soy un conejo. A veces me da por imaginar que no soy Emilio, no tengo el ideal de la justicia, no comparto con los otros la alegría que en ocasiones me ocupa el pecho: soy un conejo, el señor conejo, voy de campo en campo, olfateo, sobre todo olfateo, muevo la nariz como la movieron mis antepasados en los tiempos remotos de los conejos. Dios censura, es un catón, es un terrible ojo imposible. Pensó: haré conejos, pero los conejos no tenemos moral, no sentimos el peso del mundo, solo olfateamos, fornicamos, entendemos el mundo según lata el corazón más o menos aprisa. La vida como conejo tiene sus ventajas: no nos escandalizan los asuntos habituales, solo nos concierne la procreación, no se puede pensar en otra cosa, solo olfateamos, oteamos, nos encaramamos a la hembra y la cubrimos, porque cubrir es un verbo manso: cubrir es el verbo más importante del diccionario, uno cubre lo que puede, cubre sin apuro, un poco también desinteresadamente, sin caer en la cuenta de que se está cerrando un ciclo o de que se está abriendo. El hombre tampoco razona estos brincos del alma. Yo no estoy hecho para llevar registro de todo lo que me sucede, quizá un apunte, un breve comentario, dejar constancia del prodigio del vino en la boca, sentir la brutalidad de las horas cuando la resaca te pasa por lo alto. El conejo ya no bebe como antes, escribe más, pero bebe menos, me cruzo con él, lo saludo, no parece conejo, no debe parecer conejo, siendo conejo no tendría los beneficios de ser hombre. Yo soy hombre, soy conejo, olfateo, copulo. Tengo la metafísica en la punta de mis dedos. En la cópula se quintaesencia toda la prosa del conejo, el estilo barroco, el estilo ampuloso, el vuelo, el asalto al verbo, la certeza de que las palabras me abandonan, no es posible aprehenderlas enteramente, se escurren, no se avienen a que las sometas, tiene que haber un pie en el cuello del adjetivo, no hay que mimarlo, no hay que pensar que el adjetivo está ahí porque nosotros lo hemos llamado, como si fuese un pájaro, y no acude si le llamamos. Ahora estoy buscando un sentido a lo que digo y solo encuentro vértigo, el vértigo expandido. Las palabras del conejo yendo y viniendo por mi boca, el sexo fugaz, la obra completa de Mozart en un montón de cedés, la obra completa de Benito Pérez Galdós en una caja  o en dos o en tres, en un trastero, cerca de la bicicleta de mi hijo. Mi hijo estudiaba alemán, no sé cómo se dice conejo en alemán, no sé alemán, quizá sea tarde, no estoy por la labor, no sé a qué labor afiliarme, con cuál excederme, hace falta excederse, ver que se duele uno, apreciar el dolor, sale el texto del dolor mismo, si no hay sufrimiento no puedes ser escritor, no hay literatura, escribes para cualquier cosa, pero no se te considera oficio, no entra en lo razonable que escribas porque no es posible eludir esa responsabilidad contigo mismo. El lector se involucra, se afana a veces en entrar, pero la literatura está en otro lado, no en lo que registras, en el cuerpo orgánico del texto, en el conejo abatiendo a mordiscos la zanahoria, como si no tuviese otro cometido, como si eso que le encomendara lo aturdiese y no le dejara que la sangre fluyese por dentro. La sangre es el texto también, uno es la sangre de la herida. En la herida se intuye un aviso del texto que está por venir. Algunos escribimos antes de la dentellada, no podemos esperar, nos falta la paciencia para ofrecer el texto una vez que el diente ha hecho cuartel en la carne, y la carne libra entonces una batalla más alta, de más noble fuste, y el conejo se encoge de hombros, se sienta en la sala de espera, mira a un lado, a otro, espera que lo entiendan, pero a los conejos no se les ve nunca como realmente son, es una pena ser solo conejo o ser solo Walt Whitman o ser solo eco, más allá de la voz, por encima de la sangre incluso, apartando la memoria, ser solo eco, el eco libertino nuevamente izando banderas de placer en el aire recién libado, el aire convertido en luz misma, la luz mecida después por el eco, reverberándose, convocando el secreto numen de las cosas, pero ah, Emilio, estás saliendo del territorio del conejo, lo estás abandonando, no será posible después el ayuntamiento con su causa, morirá en un rincón. Abandonado el conejo, vendrá el cáncer, se lo comerá entero, no habrá un resto. El conejo será venerado, edificarán iglesias, la gran iglesia del conejo, tocarán fugas de Bach, se escucharán desde lejos, incomodarán a los que no entienden qué lujuria los preñó. La carne librará entonces otra batalla más alta todavía, la voz se convierte en salmo. El alma del conejo se retira a contemplar su obra, en realidad no es preciso velar durante toda la noche al conejo. Tuvo una vida admirable, un conejo feliz, el conejo al que los cuentos cortejan, en el que se observa la rotunda armonía del cosmos. No sé si los conejos tendremos dioses a los que adorar, si habrá un conejo plenipotenciario, uno al que agradecer el olfato o las zanahorias o las coyundas en mitad de la noche. Oh, gracias, tú provees, tú cuentas los días y cuentas las noches. No hay muchos animales en los que advertir esta evidencia de orden metafísico, ningún fabulista ha logrado hacer converger en un animal la filosofía antigua y la new age moderna, toda la sabiduría de los próceres del alma y toda la mierda patrocinada por los bancos, pero el mundo sigue, ah, amigos, hemos estado aquí, mirando al conejo, observando cómo se arruga el gesto, aceptando que la vida es siempre una aventura involuntaria, he aquí al héroe, se agolpan en la puerta todas las amantes, vibran en escorzo, cimbrean la cintura, arquean el torso, ponen el alma en cada acometida de la sangre. Yo soy topológica y ontológicamente conejo y olfateo y devoro zanahorias y me uno a la comunidad estelar de conejos cuyo cometido insobornable es el de avivar la llama de la especie, así que tengo más hijos que San Luis, aunque no se contienda la liza ni haya enemigos a los que abatir:  está la cópula, en la cópula se quintaesencia toda la prosa del  conejo, incluso su mísera en ocasiones existencia; está el estilo barroco, el  ampuloso, el vuelo, el asalto al verbo, la certeza de que las palabras van y vienen, a su antojadizo capricho, y uno tiene que estar atento y cazarlas, darles un bocado, creer que son zanahorias en un campo verde nada más despuntar el día, no es posible aprehenderlas enteramente, se escurren, no se avienen a que las sometas, tiene que haber un pie en el cuello del adjetivo, no hay que mimarlo, no hay que pensar que el adjetivo está ahí porque nosotros lo hemos llamado, como si fuese un pájaro, no acude si le llamamos, estoy buscando un sentido a lo que digo y solo encuentro vértigo, el vértigo expandido, las palabras del conejo yendo y viniendo por mi boca, el sexo fugaz, la obra completa de Haydn en un montón de cedés, la obra completa de Azorín en una caja o en dos o en tres, en un trastero, cerca de la bicicleta de mi hijo, que estudiaba alemán y llegaba a casa a la anochecida. Hace de tiempo que no escribo eso, con el vocabulario recién adquirido, ensayando la fonética áspera del idioma y escribiendo en una libreta las grafías largas. Así es la vida. He dejado el libro en la mesa y me he asomado a ver la calle. Estaba sola Alicia y no tiene quién le muestre el camino, la oigo pedir ayuda, sé que está sola, pienso si podría decirle cómo volver, pero no encuentro el modo, suelen pasar estas cosas, uno cree que la trama de la historia que está leyendo se impregna de la trama de la realidad y cree también que la cosa obra a la reversa y la historia leída tiene algo salido de la realidad, algo obsceno, algo lírico, algo inocente, no siempre a la vez, ni siquiera esas cosas acometiendo su ingreso en orden, cuidando de no hacer ruido muy a pesar mío, me convenzo de que podré asistir a su desquiciamiento o de que estaré en primera fila cuando caiga y cuando se incorpore, pero no más, porque la literatura es un espectáculo para voyeurs cobardes, no permite que metas la mano o te deja, sí, es posible que te deje, pero de una manera tangencial, sin que exista un verdadero roce. He ahí a las amantes, se agolpan en la puerta, ponen el alma en cada acometida de la sangre, todas aseguran llevar en su vientre el fruto de la salvación, la semilla pura y dulcísima, algunos conejos escribimos antes de la dentellada, no podemos esperar, nos falta la paciencia para ofrecer el texto una vez que el diente ha hecho cuartel en la carne, la carne libra entonces una batalla más alta, de más noble fuste, el conejo se encoge de hombros, se sienta en la sala de espera, mira cuidadosamente a un lado y  a otro, espera que lo entiendan, pero a los conejos no se les ve nunca como realmente son, es una pena ser sólo conejo o ser solo Walt  Whitman, ser solo eco, más allá de la voz, por encima de la sangre incluso, apartando la memoria, ser solo eco, el eco libertino nuevamente izando banderas de placer en el aire recién libado, el aire convertido en luz misma, la luz mecida después por el eco, reverberándose, convocando el secreto numen de las cosas, pero ah, Emilio, estás saliendo del territorio del conejo, lo estás abandonando, no será posible después el ayuntamiento con su causa, morirá en un rincón. Me pregunto si Walt Whitman, el alto y claro y hermoso Walt, ese valladar de la causa terrestre, supo en algún momento de su antropocéntrica existencia que en realidad era un conejo, el gran conejo barbudo al que más tarde acudirían miles de conejos a pedirle consejo. Señor Whitman, díganos usted qué hacer, por dónde ir, dónde está la libertad, por qué huele tanto a zanahoria, luego vendrá el cáncer, se lo comerá entero, no quedará nada, no habrá un resto, ni zanahoria, ni conejo. Hoy iré de nuevo a la granja. Merodearé. Haré como que es la primera vez que la recorro. Seré un intruso. Lo soy siempre. 

15.6.25

Punta Candor


 


Fotografía: Marga Baena


En su terquedad sin propósito, la ola no festeja su urdimbre antigua, no lamenta sus muertos ni escucha la palabra de los poetas. Sucede para decir su salmo. Persevera sin por qué. Somos una especie de ola  despojada también de propósito, una flecha cuyo arco maneja otro. Un reloj para nadie. Es ajena la noticia del aire. Hay un desvanecido asomo de certidumbre a la que el alma se aferra y de la que se alimenta. No busques más, no indagues, no sepas. Eres la terca espuma de la ola. Los días son el naufragio previsible. Cuentas, en el viaje, la rendición prolija de los prodigios; se afana tu voluntad en celebrar ese festín de milagros, pero sucumbes, aceptas sin dolor la derrota; desoyes la admonición del augur y escuchas con pudor, con gratitud, con esperanza, la música dulce del mar.





Cristo en la cruz / Borges, IV


 Al teólogo le vale el dogma, la palabra que nombra lo indecible, todo lo que censure la herejía de los apóstatas y de los que nunca vieron el orden sobrenatural del hombre en la cruz, dando su vida para que la nuestra mereciera la salvación. Ese hombre ignora la construcción de los templos y los símbolos de la eucaristía. Ese hombre es un hombre entre los demás hombres, aunque corra en su sangre la de todos los que fueron y que serán hasta el final de los tiempos. Ha sucedido el milagro. Cristo ha muerto, la tierra lo ha convidado a la tierra. Cristo se permite gemir, dudar, permitir que la vida duela más que la muerte. El perdón puede anular el pasado, escribió Oscar Wilde en Reading. También que la sociedad es capaz de perdonar al que delinque, pero no al que sueña o al que imagina y vierte la comisión de su fantasía en los libros. No sabremos nunca si Borges encontró a Jesús antes del catorce de junio de 1986 en Ginebra. Dios mío, por qué me has abandonado, leemos en los textos sagrados. En ese lamento está el ser humano, no la segunda persona de la Santísima Trinidad. No es una novedad que al final de sus días Borges regresara a la rama de la literatura fantástica que con más determinación le había perturbado durante su febril condición de lector: la de la religión. Nunca la abandonó del todo, siempre fatigó los evangelios y los salmos, quién sabe si en busca de alguna señal que le liberara de su agnosticismo y le hiciera abrazar la fe. Librepensador por mandato paterno, quiso creer, pero no hubo ninguna revelación que lo traspasara, por decirlo en términos estrictamente intelectuales. Porque no se puede llegar a Jesús a través de la maquinaria de la razón, dejó dicho en alguna entrevista: es el corazón, es el espíritu el que se embelesa en la contemplación de su cuerpo sacrificado, el cuerpo que anhela un cese o que sospecha la comparecencia de la resurrección, pero la mosca en la carne perpleja (me permito cambiar un adjetivo) escribe su réquiem perecedero, su endecha absolutoria. Y no saber, mala fortuna esa ignorancia, de qué podría servir el sacrificio de un hombre para que todos los demás hombres alcancen la dicha de la vida eterna. A Borges era la metafísica la que lo entusiasmaba, su raigambre espiritual, su condición de metáfora. Ellas serán las que nos rediman, ellas serán nuestro bálsamo. El cristo al que daba las atenciones más altas era un ser humano que contenía un ser irreal, una divinidad, una sustancia extracorpórea, de fácil asiento en el enunciado de las parábolas. Igual que Dios le entregó "con magnífica ironía" la luz de los libros y la oscuridad de sus ojos, Borges se arroga la facultad de ver al hombre, no al Creador: le manumite de la pesada carga de la eternidad y de la responsabilidad de la salvación de todas las almas. Tan solo ve un ser humano que sufre y que morirá por el dolor padecido. Todo lo que esa muerte urdiría (el vasto Occidente, la cultura y la civilización, el milagro de la fe) no se aprecia en la visión de la cruz con su crucificado. Finalmente, extenuado, comprendiendo la empresa baldía, se pregunta si su padecer es legítimo, habida cuenta de lo que ya sabe, de lo que ha leído, de lo que, por desgracia, no ha comprendido.

Un hombre de fe

 Me pregunto qué hará Dios en lo más oscuro de la noche. Si abrazar la tiniebla es un oficio y si le gusta. Si el cielo, cuando irrumpe la luz, está limpio y en esa blancura se esmera Dios en la voz y habla con más afecto a sus hijos. Pienso en si tendrán sangre sus manos o si la visión de la realidad no lo abruma y ni percibe el color ni el olor de esa sangre ni advierte sus manos. Si Dios es un muerto en la noche que recita la arenga negra de su soledad sin motivo. Si se duele si me duelo, si gime cuando gimo. Si yo, siendo tan pequeñita cosa, puedo ser objeto de su atención. Si los demás, juntos todos los hombres y todas las mujeres, los que fueron y no están, los que están y lo buscan en su alma, también son merecedores de su gracia. Si no estará únicamente en mí cuando lo invoco y desaparecerá cuando me distrae el mundo.

Soy incrédulo porque mis dudas me confortan más que mis certezas. Llevo media vida queriendo creer. Lo hago a veces, sin meditarlo mucho. Creo entonces con vigor, creo ungido por alguna gracia de la que no poseo mayor propiedad que la de su advenimiento. Luego me echo atrás, vuelvo a la incredulidad, observo el paisaje acostumbrado. Manejo estas tribulaciones mías con alegre desempeño. No necesito llegar a ningún lado, me basta la bondad de la travesía. Las veces en que más apartado me he sentido de Dios he apreciado que esa lejanía me acercaba paradójicamente a él. En otras, no he precisado que me ronde o que yo afanosamente lo busque. El milagro de creer ocurre cuando no se le presta atención. Como no soy un hombre de fe, no puedo ponerme en lugar de quien la posee. En ese sentido, quien la tiene no podrá fácilmente ponerse en el mío. Lo de los lugares de cada uno es una mera cuestión topológica o sensorial o moral. Eso conduce a un punto sin salida aparente en el que dialogar es una empresa baldía, un decir para uno mismo o, si en el que habla sucede la fe, un decir para la eternidad. Quizá convenga entonces un principio de cesión por ambas partes. Ese interés en entender al otro no suele darse con la frecuencia que la convivencia exigiría. De haberse dado, nos habríamos ahorrado un buen puñado de guerras, algunas muy sonadas, muy tristes, todas lo son. La palabra supliría al tomahawk y se podría elaborar un terreno intermedio, donde uno cede sin fatiga viendo que el otro también lo hace. Cabe incluso la posibilidad de que la razón acabe imponiéndose y el equivocado (los dos marrarán) se rinda, desmonte sus ejércitos (sintácticos, semánticos) y crezca como persona después de aceptar esa derrota. El problema es que no aceptamos jamás las derrotas, pero eso es otro asunto.

Como habrá quien de esto sepa más que yo, quizá no debiera contar nada, pero uno no sabe estarse callado y se explaya a poco que se le tienta o hasta sin provocación alguna. En el fondo, no cree que el silencio, tan hermoso, convenga para algunos asuntos. El de la fe es uno que siempre me atrajo y al que nunca di de lado. Soy un descreído sensible a la posibilidad de ser un creyente. Soy un descarriado que se conmina a dar con el camino. Ejerzo, sin embargo, mi moralidad de un modo absolutamente a salvo de las invectivas a las que acude en ocasiones la Iglesia cuando decide airear su pensamiento. Un sacerdote me dijo una vez que los que no creemos estamos dando de lado al bien. Sobre el matrimonio, en esa misa a la que se me hizo acudir, sostuvo que las parejas «ateas» están abocadas al fracaso. Su camino es de piedras, creo recordar sus palabras. No pude ni tampoco quise contrariarme más de la cuenta: no hablaba la Iglesia, razoné, sino un acólito malintencionado, un agitador con un púlpito. Soy una buena persona (en lo fundamental, en lo aparente) y tendré mis enemigos también, le habría dicho. Nunca fui de misa y se me antoja arduo que el pastor con el que me tope me rescate de este desvalimiento religioso mío con el que trasiego con absoluto y también perplejo desparpajo. Hay también buenas personas que van a misa de doce y creen en la salvación y en la trascendencia de sus oraciones. De hecho, conozco a unos cuantos y estoy casi por decir que algunos de mis mejores amigos son feligreses, gente de iglesia a la que tengo la mayor de las envidias, si se me permite la hipérbole. No milito en ninguna asociación de ateos o de agnósticos, ni tengo necesidad alguna de estar continuamente revelando mi catecismo laico al modo en que otros sí que se esmeran en manifestar el suyo. Por eso no debería contar nada. Lo apropiado sería apartarme de lo que no me atañe. Una vez escribí que Dios debe ser bueno cuando nos tiene aquí. La otra opción, que no esté, realza y prestigia las restantes. Se prefiere la credulidad, no caer en el vicio necio de cuestionarlo todo y a todo poner traba y duda. Tiene Dios las de ganar. Es más fácil creer en él que aplazar o negar su existencia.

Sé que no se debe opinar sobre lo que no nos afecta directamente, pero la cosa es que sí afecta, sí que incumbe. A los mandos eclesiásticos mi educación les debe animar al respeto, pero ellos no observan a veces con indiferencia que yo ande descarriado. a decir de su sentido del camino, y no pierden ocasión para reprender con sus comentarios todo lo que se aparta de lo que su formación espiritual dicta como correcta. He comprobado eso cuando las circunstancias me han hecho sentarme en un banco y escuchar una homilía. Por eso (insisto) acabo contando, escribiendo; me sitúo en la obligación (moral tal vez) de posicionarme afuera de todos ellos, de quienes sostienen que mi vida no me pertenece del todo o que la sociedad sin Dios es un error. Una sociedad sin Dios es un triunfo del hombre, que es libre de creer o de no creer en instancias superiores a la razón y al libre albedrío del espíritu. Se puede creer en Dios y en el hombre, imagino. No tengo ningún interés en saber si habrá una vida después de esta. Esa revelación llegará si estoy equivocado. Por otro lado, Dios es un misterio lírico, precioso. Aquí es el poeta el que se manifiesta: la poesía es una emanación sutilísima de la divinidad. No hay ninguna razón que me incline a pensar que al final del camino se abrirá otro mágicamente, por designio celestial, como si de verdad hubiese una inteligencia absoluta que gobernase los pasos que damos y los que no. No creer en nada es tan absurdo como creer en todo. Se puede creer en la belleza, que será una extensión de alguna providencia divina.

Me conmueve, en lo estético, en la declinación de lo fundamentalmente irracional y en la irrupción limpia de la belleza, la comunión del pueblo con sus imágenes. Sé que no apreciaré lo que el creyente y que no podré en modo alguno penetrar en lo místico. A mi beneficio queda la liberación de un cierto grado de belleza, de belleza sin pasar por los conductos de la inteligencia, que es como en ocasiones se advierte mejor su hondura. Esa es la religión admisible, la que no entra en reglamentos morales que castigan al diferente o la que propugna la igualdad entre todos los que andamos por aquí, los mismos y los distintos, los que se arrodillan ante sus iconos y los que nos arrodillamos ante iconos diferentes. No conozco a nadie todavía que viva encapsulado, al margen de la fascinación de las imágenes. Da igual que sea una virgen en un altar o en un paso por las calles o un cuadro en una pinacoteca o un paisaje en la naturaleza, quien no sienta un temblor cuando esas manifestaciones de la belleza (la gran belleza) se le ofrecen y lo turban. Sin turbación, no hay vida. Vivimos mejor turbados. Esa es la parte deleitosa de la fe, la que produce un recogimiento, un sentirse vigorosamente ocupado por la divinidad. Creer es un desatino necesario, pensé una vez. También: si se me pregunta si soy un hombre de fe tendré que responder afirmativamente. Otra cosa es a qué fe concedo mis desvelos espirituales. A esa pregunta llevo intentado formular una respuesta esa media vida de la que hablaba al comenzar este texto.

Habrá un dios para cada roto, uno para cada remiendo. A lo que uno aspira es a que sea cierto o a que cunda ese anhelo puro, el de saber que está ahí, ocupado en sus hijos. Que a poco que flaquee el espíritu haya una divinidad que lo conforte y haga del abatimiento un viento nuevo, y que cuando todo cuadre y el amor o la felicidad o la armonía lo ocupen a uno entero, Dios lo acompañe. Que en cuanto se venga abajo el cuerpo esté ahí también para restañarlo y darle abrigo y que cuando se pare la sangre y ese cuerpo se rinda, dé Dios su más noble medida y sean verdad todas esas bonitas metáforas que nos contaron. De verdad que yo no pondría objeción a esa inclinación festiva del alma. De hecho, albergo la más alta inclinación a que prospere y se acuartele adentro, como si fuese un órgano o una emanación privada del espíritu. No sé si tendremos una vida después de ésta, pero no importaría andar por ahí convencido de que la haya, exhibiendo a cada momento mi fe en la vida eterna, poniendo todo por mi parte en la salvación de mi alma y, de camino, en la del ajeno que se me arrime. Creo firmemente en que estamos aquí para algo. Tengo esa convicción, aunque descrea de ella a ratos (muchos, la verdad) y nada de esa flor del pensamiento perdure.

Ilustración de Eugenio Rivera

Si sólo estuviese después el vacío, me confiesa K., sería la existencia más triste. K., con quien mantengo charlas elevadas, ha caído en la cuenta de lo maravilloso que es sentirse escuchado. Quizá por eso reza cuando encuentra ocasión. Lo hace de un modo que yo no conocía: entabla un diálogo profundo con la divinidad, la pone en aprietos, la concierne en lo suyo y, por último, la conmina a que medie en la fatalidad que lo devasta. No usa recitados conocidos. Su versificación está exenta de esa letanía, que no le dice mucho. No sé si ése es el camino, K. Rezar se me antoja a mí otra cosa, no eso que haces, le digo mientras paseamos. Yo no rezo porque no encuentro placer en hacerlo. No será por no haberlo intentado. No será por no insistir al modo en que lo hacen los demás, viendo cómo se reclinan, de qué devota manera exponen su cuerpo a la voluntad a la que elevan sus hondas plegarias. La propia palabra plegaria me produce zozobra, K., le digo. El que reza tiene el crédito que no posee el que no lo hace. Seguimos en un mundo que adora al creyente. En el silencio del que cree hay a veces más honduras que en el silencio del pagano, de quien no consigna creencia alguna y va de otra manera, aquí o allá, sin ahondar, sin la metafísica. Es un mundo éste al que la metafísica lo está sublimando y lo está embarrando. La metafísica eleva o aplasta. Construye catedrales o alienta guerras.

Soy laico por pereza teológica. Contra mi voluntad pagana está el argumento de los argumentos, la madre de todos los argumentos, el argumento absoluto que echa por tierra y convierte en banal la convicción más contundente. Si existe o no Dios está fuera de mi alcance, así que ante la posibilidad de mirarlo de frente y buscarlo entre las piedras, en la luz de la mañana y en los ojos que me devuelve el espejo, preferí no mirarlo, no enfrentarme a su enigma, vivir sin metafísica, aunque la anhele y toda ella me impregne, conducirme por las tortuosas sendas del tiempo sin que ningún quebranto místico torture más lo que ya viene averiado de fábrica. Pero también me dejo conmover por el reverso y me deshago en primores teológicos y comprometo toda mi voluntad pagana cuando contemplo la noche oscura, la alta noche bendecida de estrellas, impura y eterna. Está Dios fuera de mi alcance, sí, pero ah cómo me conforta toda la maquinaria que desplegamos para alcanzarlo. Supongo que soy voluble en materia divina, lo cual será motivo de escándalo para los creyentes más cartesianos. Lo soy por días, por ratos, si me apuran. Y así ando, en la bruma, en la luz, perdido, encontrado, convencido de que voy a morirme de igual manera, escribiendo el mismo texto, improvisando algunos detalles nuevos, aunque dejando el núcleo, exhibiendo el mismo territorio visitado. Como si abriese mi casa y los visitantes casuales y los fijos me confiasen la indiscreción de que no he cambiado ni un solo mueble.

Será quizá imposible borrar a Dios del libro que es el mundo. Como si ya viniese en el pack. El mundo junto con un dios o con muchos, según al gusto de quienes los inventan. Se constata la brutalidad del hallazgo moral y también la dulzura, la bendita dulzura dirán algunos, de un Dios tutelando el viaje, consintiendo los errores, conduciendo el alma desde el vacío primero hasta el colmado último. K. dice que está ahí Dios para el roto. Que se lo cosa. Yo voy con lo que me va llegando. Cualquier día me pongo serio y veo lo que todavía no se me ha entregado. Y en ningún momento he caído en la gratuidad, inútil a mi entender, de dejar aquí nada consignado sobre la iglesia. No entra en estas consideraciones. De hecho, son un asunto aparte. Ninguna iglesia es mi iglesia. Ningún hombre que la represente me representa. Y, sin embargo, qué majestad la de las catedrales. Qué triunfo del alma sensible. Con qué humildad entro en ellas y me encierro en mi incertidumbre. Soy un descreído feliz y disfruto la búsqueda. Igual ya la he encontrado.

14.6.25

Camisetas molonas


 Hay ropa que te pones para que te la miren. No se busca envanecerse uno, no hay un apremio de vanidad, un deseo de que se le aprecie el buen gusto o cualquier otra resolución del ingenio textil. Incluso entra en lo posible, no tengo yo mucho bagaje en estas cuestiones, que te azore la insistencia ajena y desees llegar a casa y no exhibirte más, pero hay días en que se te ocurre ponerte la camiseta de Miles Davis o la de Queen o la de los Rolling Stones o la de New Order. No sabría precisar qué razones hubo para adquirirlas, pero voy teniendo algunas para comprender el porqué adoro ponérmelas. Serán las mismas por las que me gusta ver las de los demás. Todavía recuerdo la camiseta de Bécquer que gastaba por su Lucena mi amigo Manolo o la de Pennywise que Antonio usó para leer un texto sobre Stephen King en la presentación de Los mundos sutiles y usa todavía en mi patio cuando viene a acompañarme en las cervezas o una que yo mismo mandé serigrafiar con el cartel de Manhattan, la película de Woody Allen. Hace unos días me impresionó más que vivamente (déjenme que me exceda) la que llevaba un señor en sus buenos setenta que hacía cola en la charcutería de un supermercado de mi pueblo. Era la gloriosa portada del primer disco de King Crimson. Me dieron ganas de preguntarle. Creo que habríamos echado una buena charla sobre el rock progresivo o sobre el placer de llevar en el pecho la imagen que nos viniese en gana o sobre el auge y declive de las grandes piezas sinfónicas. Hubiese tenido más en común con aquel caballero desconocido, probable cliente del camping que hay a las afueras de mi pueblo, neerlandés o belga, no supe afinar el oído cuando usó un español escasísimo para pedir un poco de jamón al corte, que con el charcutero, del que no dudo que será una bellísima persona y con el que podría departir una tarde entera si damos con la sustancia cómplice de la cháchara y que, concedámoslo, podría tener la discografía completa de King Crimson en vinilo de 180 gramos. Por fortuna, hay tanto que uno no sepa, y es mejor que así sea y, desconociendo, hagamos que vuele la bendita imaginación. Lo que hace una camiseta molona no consigue a veces una vida entera saludando a un vecino en un tramo de una escalera. Esta que orgullosamente ilustra mi escrito se me regaló por los amables padres de mi último curso en Lucena. Todavía la cuido. No he engordado lo suficiente como para que me quede ridícula. Creo que no adelgazaré mucho, no vaya a ser que la desgracie también. 

13.6.25

Uno


Hace tiempo que no doy con ninguna imagen mía que me agrade. No interviene la vanidad, algún anhelo de belleza o de coquetería. Simplemente sucede que no me reconozco. Tampoco lo hago si escucho mi voz en una grabación. Ni doy conmigo cuando releo algo que yo haya escrito. No dar con uno mismo garantiza no saber cómo dar con los demás. Y es otro el que parece que me mira desde la pantalla, otro el que habla en los textos cuando creo ser yo el que está hablando. He aprendido a sobrellevar ese desafecto. Bien al contrario, identifico a todos los demás cuando busco hacer coincidir la imagen que tengo de ellos con la representada en esa (voluble, desleal) pantalla. Por otro lado, A. es siempre A.. Igual le pasa a M. o a P.. Da igual que los tenga delante o que los observe en una fotografía o en un vídeo. Hay sincronía. Hay gente que no se deja fotografiar. Tal vez sea cierta intimidad que no desean que se vulnere. O les mueve la discrepancia con la bondad de la restitución que resulte. Recuerdo un cuento que leí o que me contaron sobre alguien que creía disminuirse si se le registraba a través de cualquier aparato conveniente. Era una disminución tangible. Si su imagen en la fotografía se amarilleaba, él se amarilleaba; si absurdamente desaparecía una mano al final de la manga, su mano absurdamente desaparecía al final de su manga. No sé mucho más. También la vida funciona así, a poco que se piense. Se van atenuando los perfiles, se corrompen, adquieren una sustancia afantasmada, como de criatura evanescente, como un hombre tercamente inclinado a dejarse perder y no poder aprisionar las glorias del cuerpo, sus comprobados logros. Pero el espíritu sigue indemne. ¿Sigue indemne?
 

12.6.25

Trufas

 



Parece ser que vez Igor Stravinski exclamó "Dios mío, me gusta tanto beber whisky que a veces creo que mi nombre es Igor Stra-whisky". Solía llevar una petaca con su Ballantine´s favorito de 30 años, del que tomaría tragos regulares. En la mala época, buena sería para muchos, la de la Ley Seca, el compositor ruso acostumbró a llevar en algún bolsillo un pequeño termo, de los usados para mantener caliente el café, pero sin café. Un médico de Los Ángeles una vez le aconsejó "Bebe mucho whisky, es lo mejor", una recomendación que siguió con gusto y que referiría con aprendida soltura en las fiestas de entonces. Lo usó como paliativo para malas críticas e incluso para lavar su medicación. El cuerpo pide que se le asee. Si se ve perjudicado por sustancias contraproducentes, gime. Si no se le asiste con ellas, gime. ¿No se le oye gemir? ¿No hay un ruido ahí adentro que es como un lamento? Contrariamente a la sensatez, el cuerpo requiere venenos para que sepa de su fugacidad. Habrá que saber cómo administrarlos. Tener arrestos para censurarlos cuando hieran, si lo hacen. No se tiene certera idea de que de verdad sea el cuerpo el que se lastime. Será la cabeza, el espíritu, el corazón. Me imagino al pobre Igor, venido a menos, contrariado por la incapacidad de su cuerpo para manejarse cuando se le exige en demasía. La criatura de fuego no era mitad ave, mitad mujer. No podría construirse una historia al gusto de Stravinski con esos mimbres folclóricos. No volará cuando el príncipe del cuento lo reclame para poder salvar a su princesa. No vencerá a los monstruos. No habrá un ballet que grácilmente haga las delicias de la platea en los mejores palacios del mundo. Ninguna de esas extraordinarias circunstancias ayudarán a que la historia prospere y haga residencia en el asombro de nuestro corazoncito. El pájaro de fuego era el whisky. No dejen que les cuenten otra versión. Por fuerza, será meliflua, infantil, falsa. Fue él el que dijo que hay que escuchar, no oír. "Un pato también oye", sostuvo ante quienes no entendían. Beber es un arte, podría haber añadido. Hay mucha gente que lo hace, pero no todos saben el motivo. Dijo también no envanecerse por el don que había recibido: el de la música. Era Dios el que se lo había entregado. Probablemente no supo nunca cómo pagarle ese regalo. A lo sumo, tal vez se embraveciera al aplicarse una buena ingesta de alcohol. No habría compuesto ninguna de mis piezas si mi sangre no hubiese estado embarrada de alcohol, podría haber dicho. Creo que lo dijo. Habrá algún abrevadero de citas en la que existan las que ahora yo creo estar inventando. Mi cabeza no sabrá si las recuerda y, en efecto, fueron pronunciadas o, menos generosamente, han sido urdidas por mi infinito amor a la especulación. Él se limitaría a olisquear y contar lo olido. "Uno tiene nariz. La nariz huele y elige. Un artista es simplemente una especie de cerdo que olisquea trufas". De cualquier manera, qué bien nos hizo. Cómo agradecemos que se pusiera hasta el mismo culo con su Ballantine´s 30 años. Debía ser ese específicamente, no cualquier otro. Él sabía a qué trufa arrimarse. Ayer pasé buena parte de la buena tarde con el buen Igor. Fui de La consagración de la primavera al ya traído El pájaro de fuego. No me serví ningún whisky. Lo haré en breve. Por Stravinski. Por ponerme a su altura. Debió componer toda esa música incomparable por la dulce coyunda de todos esos elixires. Debemos agradecer que eligiera una buena petaca


Escribir sobre escribir


 Se puede hacer literatura sobre cualquier cosa. Incluso sobre la posibilidad de que se pueda escribir sobre cualquier cosa o sobre la de no que no se pueda. Escribir sobre un hombre que camina sin saber hacia dónde ir y verlo llegar a un lugar en el que no se le espera ni se le hace aprecio alguno, pero el destino es un lugar que conduce a otro y nadie le esperará nunca. Prefiere no saber más de la cuenta, caminar por avanzar y ver qué pasa. Escribir es echarse a andar. No crean que es lo mismo andar que caminar, igual que no es lo mismo ver que mirar u oír que escuchar. Tampoco hay que confundir escribir con ser escritor o leer con ser lector. El escritor y el lector no saben adonde se dirigen. Ni cuando creen tener una idea saben de dónde o para qué vino. Vivir no tiene un verbo con el que pueda confundirse, alguno que se le parezca. Es el de más fuste. Su trasegar impregna a todas las demás construcciones verbales. Yo creo que se puede vivir de cualquier manera. Incluso la posibilidad de que se pueda vivir sin certeza de los motivos que nos otorgan ese don sublime. Ni siquiera vivir para leer (dicen que se tienen más vidas si se practica con tenacidad y vicio la lectura) o para escribir (el que escribe se escinde en otro, se arroga poder ser incesantemente otro). 

11.6.25

Backup


                    Fotografía: Dash Izairi


Que la realidad se obstina en copiar a la ficción es algo que no se pone en duda. Hay abundante bibliografía, evidencias tangibles, doctas cabezas que elucubran con resuelto desempeño. Se constata esa voluntad invisible en la que lo meramente circunstancial tiene su correspondencia en el mapa de la eternidad. Como si cada pequeña cosa anhelase tener otra idéntica de la que valerse para cuando el tiempo ejerza como suele su vocación de fugacidad y de olvido y su comparecencia en la realidad se vea comprometida. Como si un arquetipo legislase las menudencias de lo verosímil. Como si debiera hacerse una copia de respaldo con la que precaverse de la fatalidad, que intimida a su manera, que se empecina en borrar los perfiles y entenebrecer las maneras y los gestos. La idea de que haya un correlato admisible, una especie de verdad a salvo de cualquier fractura, está poco o nada extendida. Debiéramos hacer un registro fiable de lo que fuimos. Lo que somos es irrelevante. Como lo que bondadosamente seríamos. Es el pasado el que dicta las respuestas, aunque las preguntas las formule el frágil presente. Ese almacenaje preciso haría que pudiéramos tirar de él cuando la necesidad lo exija. Yo querría restaurar mi yo de diez de junio de dos mil veinticinco a algún yo de julio de mil novecientos ochenta y dos. He señalado un año, podría haber indicado diez. De haber un buen disco duro que acogiese los datos que hoy creo saber manejar cuidaría que nada perturbase su integridad mecánica, no lo expondría a que un transporte descuidado malograra su chasis, arruinando su exquisita circuitería interna. Me esmeraría en alojar en su cálido vientre lo que de verdad me importa:  una sombra, un recuerdo. 
 

Vivir bien

  Confieso mi debilidad por la buena vida. Al modo en que otros se declaran enfermizamente devotos de las novelas victorianas, adictos al bo...